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Daniel Rodríguez Herrera

Apple gana a Samsung, los demás perdemos

En pocos campos se ha innovado más en tan poco tiempo como en el informático, y no sólo no se observa con claridad en qué pueden beneficiarlo las patentes, sino que más bien parecen un lastre.

En pocos campos se ha innovado más en tan poco tiempo como en el informático, y no sólo no se observa con claridad en qué pueden beneficiarlo las patentes, sino que más bien parecen un lastre.

¿Copió Samsung a Apple? Sí. ¿La decisión de obligarla a indemnizar a Apple con 1.000 millones de dólares es justa? Dadas las leyes en vigor sobre patentes, diría que sí. ¿Obligará este juicio a las compañías tecnológicas a innovar más, para evitar estos problemas en el futuro y servir así mejor a los consumidores? No, obligará a las que puedan a pagar licencias; las que no se lo puedan permitir evitarán meterse en campos minados como el de la telefonía móvil, lo que a la larga se traducirá en menos novedades, que correrán por cuenta de las grandes compañías ya establecidas, que son las que cuentan con protección en forma de patentes propias.

El tema de las patentes resulta espinoso. En su origen hay dos propuestas éticas: proteger al inventor y reconocer que la propiedad intelectual es tan digna de protección como la física. Pero según pasa el tiempo parece más claro que en cada vez más sectores de la economía las patentes retrasan en lugar de fomentar la innovación. Siguen existiendo campos, como el farmacéutico, donde resultan imprescindibles para justificar las multimillonarias inversiones en años de pruebas médicas, necesarias –por ley– para poder sacar un medicamento al mercado. Pero ¿en uno tan dinámico como el de la informática y las telecomunicaciones? No.

La lista de patentes violadas por Samsung en este y otros casos estudiados en tribunales de todo el mundo incluye dos por los diseños de iPhone e iPad, el efecto de rebote al llegar abajo o arriba del scroll, la forma de navegar por las fotos en el móvil; dos por el sistema de bloqueo que se desactiva al deslizar el dedo, una del corrector automático y, mi preferida, la que detecta números de teléfono o direcciones de correo y te permite pulsar sobre ellas para abrir las aplicaciones correspondientes. En su mayor parte son patentes de software: cosas demasiado obvias para merecer protección alguna, pero por lo que se ve muy lucrativas para litigar con ellas. Son la razón por la que existe un movimiento muy amplio a favor de la prohibición de este tipo de patentes.

En pocos campos se ha innovado más en tan poco tiempo como en el informático, y no sólo no se observa con claridad en qué pueden beneficiarlo las patentes, sino que más bien parecen un lastre. Imaginen que un escritor hubiese tenido la feliz idea de patentar la historia de chico conoce a chica. Todos los demás escritores, y los guionistas de cine y televisión, tendrían que pagar a ese tipo por escribir historias así, que en mayor o menor medida son casi todas. Seguramente muchos cambiarían –a peor– sus textos para no buscarse problemas, pagarían al listillo patentador de turno o directamente no publicarían. Así las cosas, de beneficiarse alguien sólo lo haría –en un solo caso– el de la patente. Pues bien, patentar software es algo parecido. Por eso debería bastar con los derechos de autor.

Sí, todo el mundo, y no sólo Samsung, copió a Apple desde el momento en que presentó el iPhone. No es algo que esté tan claro con el iPad, que no dejaba de ser un concepto que llevaba décadas flotando en el aire. Pero fíjense en el mundo del arte y el entretenimiento. Todos copian aquello que consideran de valor y lo mezclan con sus propias ideas o con las de terceros, dando lugar a cosas nuevas. Lo mismo pasa en el diseño industrial, o en la informática. Apple fue la primera en poner en exitosa práctica dos ideas novedosas. Su premio: ser la empresa más grande del mundo. Parece claro que no necesita incentivos mayores.

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