Decía el viejo Pla –y decía bien– que nada hay en el mundo que recuerde más a un español de izquierdas que un español de derechas. Aunque esas cosas no solo ocurren aquí. Sin ir más lejos, repárese en la trastienda empírica de los Estados Unidos, la prosaica realidad que se esconde tras el impostado furor escénico de las querellas que enfrentan a demócratas y republicanos. En el fondo, el consenso sobre las grandes cuestiones de gobierno entre unos y otros es casi total. Pues ni los republicanos resultan ser los furibundos enemigos del Leviatán que todas las noche dirigen sus oraciones a la momia de Ayn Rand, ni los demócratas moran en sus antípodas ideológicas.
Óbviese la charlatanería interesada de los publicistas de las dos marcas y, acaso con alguna sorpresa, se descubrirá que, en la práctica, los partidos yanquis se parecen entre sí como gotas de agua. Por algo no fue precisamente Reagan, sino el muy progresista Clinton, quien abrió la caja de Pandora de la Gran Recesión al desregular Wall Street y dar vía libre a la banca en la sombra. En puridad, lo que hoy hay instalado en Washington, más que un sistema bipartidista, es un genuino duopolio; el turno entre dos sociedades mercantiles que compiten en el mercado ofreciendo un producto similar. Así las cosas, la Convención Republicana de Tampa se apresta a nominar al Príncipe de Lampedusa de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Ese ecléctico Mitt Romney siempre empeñado en marcar distancias con las bases doctrinarias del Tea Party. Un proceder lógico cuando se repara en la esquizofrenia fiscal que sufre el electorado de las democracias maduras de Occidente. Por un lado, las clases medias exigen bajadas de impuestos en todas partes. Al tiempo, reclaman mantener –y aun ampliar– los servicios públicos asociados al Estado del Bienestar. Y todo ello sin que sus voceros dejen de manifestar una muy honda preocupación por el déficit presupuestario. He ahí un imposible metafísico que las elites políticas de aquí y allí solo aciertan a resolver acudiendo a las enseñanzas del difunto Enrique Tierno Galván ( "Los programas electorales están hechos para no ser cumplidos"). En fin, con Obama o con Romney, todo habrá de seguir igual.