"¿Nuestra vida política funcionaría mejor si fueran expertos independientes quienes tomara las decisiones y no los políticos o la gente?". Inquietante pregunta la de esa encuesta última del CIS que ayer dio en airear La Vanguardia. Y más inquietante aún la respuesta mayoritaria de los interrogados. Porque un 62,8 por ciento respondió con un escueto, lacónico y desalentador "sí". Treinta y tantos años de régimen constitucional y el pueblo soberano añorando a López Rodó. Que la democracia nunca ha contado con demasiados entusiastas en esta ribera del Mediterráneo, era cosa sabida.
Pero llama a algún asombro que el descrédito de los electos –tan ganado a pulso– haya provocado el resurgir de aquella añeja mentalidad propia del franquismo sociológico que queríamos difunta. El radical desprecio de la política y los políticos en beneficio de la pretendida asepsia gestora de los tecnócratas. Un sentir, ése, de tiempos de la dictadura y de mucho más atrás. Asombra, por ejemplo, releer hoy el manifiesto golpista del general Primo de Rivera. El inventario exhaustivo de las diatribas contra la clase política que ahora mismo resuenan en cualquier tertulia de barra de bar, impreso en una proclama sediciosa que viera la luz el año 23 del siglo XX. Otra vez, pues, la ancestral y enfermiza relación del español con lo público.
Relación siempre marcada por el temor reverencial a un poder que se tiene por hostil, arbitrario y ajeno a sus propias normas. Porque no somos Uganda, por supuesto que no. Pero, claro, si el gobernador del Banco de España te dice que te tienes que fusionar con la caja X... O sea, que sí somos Uganda. Aunque lo peor es que no únicamente acontece aquí. El crepúsculo de la democracia en Europa desconoce las fronteras nacionales. Repárese en Italia, sin ir más lejos. Berlusconi, un macarra, cierto, pero un macarra avalado por el sufragio universal, sustituido por un caballero muy gentil y cortes al que nadie ha votado. Y ello sin escándalo aparente, con plena normalidad. El comunismo se derrumbó no por la guerrita de las galaxias de Reagan, sino porque en el Kremlin ya no quedaba ningún comunista. El régimen, simplemente, había dejado de creer en sí mismo. Que nuestra democracia no acabe igual.