El proceso constituyente está en marcha
La nueva Constitución debe ser redactada en poco tiempo por un grupo amplio de profesionales, no solo juristas, y, a ser posible, que no hayan sido altos cargos. Deben ser personas que defiendan los intereses del conjunto de la nación española.
El proceso constituyente está en marcha como lo estuvo el de la Transición en el último decenio del franquismo. La nueva Constitución debe ser redactada en poco tiempo por un grupo amplio de profesionales, no solo juristas, y, a ser posible, que no hayan sido altos cargos. Deben ser personas que defiendan los intereses del conjunto de la nación española. No será difícil encontrarlas. Más ardua es la labor pedagógica de convencer a la población de la necesidad de reconstruir el Estado.
Habría que fijar algunos supuestos en términos de probabilidad para la próxima generación: (1) No se va a conseguir una federación europea en sentido estricto. (2) La economía europea (y desde luego la española) de los próximos decenios no va a experimentar tasas de crecimiento del producto económico superiores al 2% anual. Es decir, vamos hacia una sociedad económicamente estable o estacionaria, salvo, quizá, en el avance del conocimiento. (3) Debe descartarse el sueño (o la pesadilla) de la secesión de algunas regiones españolas. Nos llevaría a una guerra balcánica. (4) En cambio, sí se puede replantear la vieja aspiración de la confederación de España y Portugal. Como es natural, esos supuestos son perfectamente discutibles. Es más, puede que de momento no sean muy populares y hasta parecerán utópicos.
Antes de entrar a precisar las reformas convenientes, se precisa advertir que debemos evitar la tentación, tan española, del arbitrismo. Consiste en proponer soluciones un tanto miríficas para los problemas colectivos sin atender al coste que representan o las opciones que caben. Así pues, las propuestas que figuran a continuación son más bien problemas que soluciones. Serán los técnicos y los políticos quienes tengan que diseñar las soluciones. Aun así, no se espere ningún efecto taumatúrgico de los cambios legales. La verdadera Constitución es la que no está escrita, la que expresa los usos interiorizados. En su virtud, la auténtica reforma política de un país pasa por el sosegado cruce de opiniones de sus habitantes. Es corriente hablar de "las políticas" en plural difuso, pero la política es singular. Otra cosa es que luego se traduzca en decisiones, medidas o leyes varias y cambiantes. Un detalle léxico más. Otra manifestación del actual lenguaje es hablar de "actuaciones" de los políticos, más que de "acciones". Esa transmutación supone un fuerte componente teatrero, retórico; el típico de una sociedad que todo lo convierte en espectáculo, en motivo de campaña publicitaria.
Como consecuencia de las premisas dichas, se impone una burocracia pública más reducida que la actual y la abolición de los privilegios fiscales del País Vasco y Navarra. Ni que decir tiene que sería un disparate extender esos privilegios a Cataluña. En el Parlamento nacional (mejor sería una sola cámara, a poder ser con menos de 100 diputados) no deberían caber los partidos totalitarios. Tampoco se aceptarían los que representan objetivos estrictamente regionales. Esos últimos sí podrían estar representados en las respectivas instituciones regionales. Ninguna lengua debe ser declarada como oficial. Basta el reconocimiento de la realidad lingüística. Por tanto, en toda España debe haber centros públicos de enseñanza obligatoria en español. Ni que decir tiene que todas esas propuestas son para ser ampliamente debatidas.
Respecto a la irresoluble cuestión de la ley electoral, lo mejor es que la Constitución se atenga solo a algunos principios. Por ejemplo, se impone hoy un nuevo derecho, todavía muy discutido. Es el de que, en los comicios, los padres tengan tantos votos como hijos menores, naturalmente, repartidos entre los dos progenitores. La novedad es lógica, pues el voto repercute en el bienestar que pueda afectar a los menores. Parece un buen progreso democrático, muy discutible todavía por ser una novedad. Pero también lo fue en su día el voto de las mujeres y antes el de los negros, los esclavos o simplemente los pobres. Todo eso se superó.
La nueva Constitución debe reconocer el derecho de huelga, pero siempre como último recurso cuando no se llegue a un acuerdo entre los sindicatos y los empleadores. Por tanto, no debe haber huelgas legítimas como protesta contra medidas políticas. Como es lógico, una decisión de ese estilo va a irritar a los dos "sindicatos siameses" (UGT y CCOO), hasta ahora hegemónicos y subvencionados. Pero ambos tendrán que reconocer que ha pasado su tiempo corporativista. El Estado no debe conceder ninguna subvención a los sindicatos, asociaciones empresariales o partidos políticos. Sería muy conveniente que se redujera al máximo el número de empresas públicas, no digamos las que son una simple tapadera para el clientelismo.
Es evidente que esa gavilla de propuestas va a tropezar con la enemiga de las fuerzas sindicales o nacionalistas. Claro que, si no se presentara esa oposición, las reformas serían inanes. Las reformas dichas deben considerarse como un necesario punto de partida para replantear la organización del Estado. Tómense más bien como ilustraciones, como estímulos para poder hablar. Hemos de volver a centrarnos en la idea basal de la nación española. Lo cual significa, por de pronto, acabar con la confusión de que lo nacional aparece como lo "estatal" o lo "interterritorial".
Insisto en que las propuestas anteriores son harto discutibles y son solo una muestra de lo que cabe debatir. Se apoyan en la presunción de que recibirían el apoyo de una buena parte de los españoles. Esperemos que pueda ser pronto una mayoría. Para eso hace falta una gran labor de ilustración nacional. El coste alternativo de no plantearlas sería mucho más gravoso.
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