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La batallona cuestión de las autonomías

Nos podíamos haber imaginado que la originalidad debe pagar un precio. Creíamos que el Estado de las autonomías iba a contener los avances secesionistas de las regiones bilingües. La melancólica realidad es que las ha alentado todavía más.

Me piden algunos libertarios que reproduzca aquí el texto de mi intervención en la Escuela de Verano de Denaes. Lo dividiré en varias entregas. Corregiré y añadiré o quitaré lo que sea menester. Mis escritos son siempre un palimpsesto.

En los amenes del franquismo muchos españoles de mi generación compartimos la esperanza de que el nuevo diseño regional fuera un avance sustancial para la convivencia de todos los españoles. El experimento se ganó el pretencioso marbete de "Estado de las autonomías". Ahora vemos que fue una ingenuidad, una esperanza frustrada o, si se prefiere, un fracaso colectivo. Nos podíamos haber imaginado que la originalidad debe pagar un precio. Creíamos que el Estado de las autonomías iba a contener los avances secesionistas de las regiones bilingües. La melancólica realidad es que las ha alentado todavía más, hasta el punto de que muchos nacionalistas propugnan el monolingüismo, se entiende, de su lengua particular. Es decir, se trata no solo de conseguir una secesión política sino cultural, que es peor para todos. Solo con la independencia de Filipinas se produjo algo parecido; no con la de Cuba, ni siquiera con la de Puerto Rico. A principios del siglo XIX las repúblicas americanas se desgajaron de los virreinatos, pero declararon al español como idioma oficial, cuando no lo era en España. No lo fue hasta la II República en 1931 y luego en la Constitución de 1978. Esa declaración nos ha traído muchos problemas. Por ejemplo, el disparate de la "lengua propia".

En su día no nos percatamos de la trampa léxica. La verdadera "autonomía" es la de la nación española al darse un Estado. Ha sido un laborioso proceso histórico. Al aplicar ese término de "autonomías" (en extraño plural) a las regiones, el sistema político se nos ha hecho cada vez más confuso. No se sabe bien si el "Estado de las autonomías" es un oxímoron o un pleonasmo, tan engañoso aparece. Lo de menos es ya que las llamadas autonomías sean muy onerosas, aunque ese dato agrava la actual crisis económica. Lo verdaderamente preocupante es la disolución de la nación española. No era la intención de los constituyentes de 1978, pero ese ha sido el resultado. The proof of the cake is in the eating, dicen los ingleses, que algo saben de tartas. En nuestro caso el pastel autonómico se encuentra revenido.

Tal es el desaguisado autonómico que se impone plantear una nueva Constitución, precisamente en la celebración de los 200 años de la Constitución de Cádiz. Añádase los 800 años desde las Navas de Tolosa. Precisamente esa fue la batalla decisiva de la Reconquista. Fue la primera vez que lucharon juntas las mesnadas de todos los reinos de la Península, incluido el de Portugal. Quizá fue el primer momento en el que esos combatientes se llamaron a sí mismos "españoles" con plena intención política. Seguramente era para distinguirse de algunos caballeros transpirenaicos que se unieron a la cruzada hispana contra los moros.

Un texto constitucional solo alcanza pleno valor para el lapso de una generación, sobre todo si no admite enmiendas fáciles. Esa rigidez ha sido la tradición de las leyes fundamentales españolas. Así que ha llegado el momento de plantear una nueva Constitución. Debe quedar claro de una vez (aunque no por todas) la cuestión batallona de la organización territorial. La dificultad del empeño está en un hecho paradójico. España se constituyó en el primer Estado moderno y sus distintas partes han conservado su lozanía histórica. Lo que pudo ser una ventaja cultural ha acabado siendo un centón ingobernable cinco siglos después. Lo paradójico del asunto es que el tirón secesionista se agudiza no en las regiones económicamente atrasadas sino en las adelantadas: País Vasco y Cataluña. El desarrollo económico de esas dos regiones se ha debido a la política proteccionista, que ha sido común a todos los Gobiernos desde Cánovas a la fecha. Es decir, se ha hecho con el obligado sacrificio del resto de los españoles. Lo curioso es que la protesta no procede ahora de los sacrificados sino de los privilegiados, que encima se consideran víctimas.

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