Tal vez haya nacido ya, o no, pero en todo caso debería nacer la Generación de 2012, una generación de ciudadanos con valor y valores que se rebelará contra el modo de interpretar y practicar la democracia que se ha impuesto en España desde la transición. Es una generación que tiene que sustentarse, históricamente, en dos antecedentes: 1212, fecha de la decisión de constituirnos en nación y Estado y de inscribirnos en la Europa entonces moldeada por los valores cristianos, y 1812, fecha del protagonismo de los ciudadanos y de sus instituciones fundadas en el espíritu liberal. 2012 es la fecha en la que una gran cantidad de ciudadanos españoles percibimos el peligro de un hundimiento económico, político, cultural y moral de la nación. De la combinación, cuando menos, de estos tres impulsos debe surgir la Generación de 2012, la generación que, como la del 98, siente de nuevo el sufrimiento de los españoles y se fragua para reformar lo que a las claras ha estado mal hecho. La reforma –las revoluciones, como anticipó Ortega, son inútiles porque generan reacciones que devuelven el movimiento, debilitado, al punto de partida–, de España que debe proponerse esta Generación tiene que afectar, como mínimo, a la economía, a la administración pública y la organización del Estado, a la educación, a la justicia y a la moral pública.
La economía española debe caminar más en el sentido de la libertad de la sociedad y de sus ciudadanos que en el de la preponderancia del Estado y es preciso recuperar la unidad de mercado y derechos y deberes de todo el territorio nacional. La administración pública debe orientarse por la neutralidad política, la máxima profesionalización y por la gestión austera y eficiente de los recursos. La organización del Estado debe impedir toda duplicidad de servicios y funciones y tiene que sustentarse en un pacto social y político que evite el privilegio de las grandes organizaciones sociales y la consolidación de una partitocracia alimentada por los dineros del Estado. La educación, que debe incorporar los valores comúnmente alcanzados, tiene que encaminarse a la excelencia y la exigencia en todos sus niveles, promoviendo el espíritu científico e investigador relacionado con el bienestar económico, y el cultivo de las disciplinas humanísticas como modo de ser nacional en la historia. La Justicia debe recuperar la tradición montesquieuana para ser independiente de todos los demás poderes, autocontrolada y eficaz, esto es, rápida y certera. La moral pública debe fundamentarse en la veracidad, la libertad y la igualdad de oportunidades. Todo esto conlleva, naturalmente, un movimiento por la reforma constitucional pero debe llegar más allá, al debate nacional y ciudadano.
Desde la época del Cid los españoles nos lamentamos de que seríamos buenos vasallos si oviessen buenos señores. Pero la experiencia dicta que sólo habrá buenos señores si los buenos ciudadanos, esto es, los de buena voluntad, somos capaces de organizar la sociedad para mejor proveernos de bienestar en libertad y defendernos de los señores, incluso de los que libremente elegimos, como atinó Popper. Por ello y para ello, nos hace mucha, muchísima falta la Generación de 2012.