Una de las descripciones que me erizaron el vello de inmediato y que recuerdo con mayor nitidez es un relato que cuenta Isabel San Sebastián en la biografía que escribió en 2001 sobre Jaime Mayor Oreja. En él, la periodista detalla los rostros que muestra una fotografía de los compañeros que por aquél entonces tenía sobre la mesa de trabajo quien fuera el ministro mejor valorado; unos rostros que habían ido desapareciendo de su vida poco a poco.
Hombres que habían dejado viudas, hijos, hijas, proyectos de vida, ilusiones y familias completamente desoladas por haber sido los blancos elegidos de la banda terrorista ETA.
¿El motivo? La defensa de la libertad. O por el simple hecho de pensar diferente. O peor. Por el simple hecho de atreverse siquiera a pensar.
Esta semana se han cumplido quince años del secuestro y asesinato por la espalda, en la nuca y a sangre fría de Miguel Ángel Blanco.
Mi amiga Natalia y yo misma estábamos –otro recuerdo inmaculado– tomando el aperitivo en una soleada mañana barcelonesa. La radio nos acompañaba. Pero estábamos incómodas por la tensión que se respiraba. España entera vivía pendiente y en vilo de lo que podía suceder en las horas venideras. Decidimos –porque el cuerpo así nos lo pedía– instalarnos en la Plaça de Sant Jaume, frente al Ayuntamiento de Barcelona, junto a centenares de barceloneses con los que compartimos nuestra angustia. El espíritu de Ermua –como se conoció a posteriori–, ya flotaba en el ambiente.
La manifestación convocada horas después del fatal desenlace dejó una estampa del Paseo de Gracia y de sus calles adyacentes que no he vuelto a ver. Miles y miles de ciudadanos indignados, hastiados y espeluznados denunciábamos y demandábamos, una vez más, que el País Vasco y España en su conjunto pudieran vivir tranquilos, vivir en paz. Lo lógico y habitual en una sociedad civilizada.
Pero ese día era diferente. Esa petición sonaba con más fuerza. Más categórica. La rabia y las lágrimas a flor de piel, ahí estaban.
Y permítanme que les diga una cosa. Independientemente de que la sentencia del Tribunal de Estrasburgo coincida o no con el aniversario de tan cruel acontecimiento, el hecho en sí mismo de que a una asesina condenada a más de 3.800 años de prisión por haber cometido nada más y nada menos que 23 asesinatos, pueda dársele la razón por no haber sido puesta en libertad en 2008 es ya de por sí estremecedor.
Ignoro si uno de los siete jueces que han firmado tan edificante sentencia, el ex secretario de Justicia entre 2004 y 2007, el señor Luis López Guerra, puede, no sólo dormir tranquilo, sino tan sólo echar una cabezadita en sus horas de siesta.
Ignoro también si en la época en la que durante su mandato se iniciaron las negociaciones con ETA dormía bien a gusto. No lo sé. Lo desconozco.
Pero sólo con imaginar unos segundos el desasosiego permanente de las familias rotas y destrozadas por las acciones de esta perla del océano, de nombre Inés y de apellido del Río Prada, deberían ser suficientes para no tener ni la más mínima compasión hacia tal personaje. Y eso sí que sería de justicia.
Francamente. Cuando en un tema tan obvio hay tal disparidad de criterios es que algo funciona rematadamente mal. La línea que separa el Bien del Mal no es de color gris, señores. Es de un color contundente. Potente. Y claramente visible.
Así que no me hagan ahora darles mi opinión al respecto de todo el proceso. Porque es agotador y desalentador tener que debatir sobre cuestiones tan obvias. Tan obvias para quien no sea alguien de tono colorado y rabito juguetón. Evidente.