Tal día como hoy, hace quince años, Miguel Ángel Blanco Garrido era secuestrado en Éibar a punta de pistola por un grupo de etarras comandado por el sanguinario Txapote, el asesino que 48 horas más tarde le disparó dos tiros en la nuca, tras atarle las manos para impedirle la más mínima posibilidad de defensa, en la línea habitual de la basura cobarde que ha integrado siempre y sigue integrando la banda terrorista nacionalista. Era la respuesta de ETA al extraordinario éxito de las fuerzas de seguridad, que nueve días antes habían liberado a José Antonio Ortega Lara del secuestro más largo e inhumano de los perpetrados por la banda asesina.
Tras el asesinato del joven concejal del PP de la localidad de Ermua, millones de personas salieron a la calle a llorar y a exigir a los políticos que dejaran a un lado sus diferencias ideológicas hasta acabar con la banda terrorista, que tanto dolor había llevado al corazón de España entera. Ese fue el nacimiento de lo que se dio en llamar "el Espíritu de Ermua", aunque, quince años después, algunos de sus principales protagonistas hayan envilecido ese recuerdo con comportamientos políticos de una bajeza difícilmente igualable.
En aquellos días los responsables de los principales partidos aseguraron que la muerte del joven concejal no iba a ser en vano, porque el Estado de Derecho jamás claudicaría ante una banda terrorista por más larga que fuera la batalla. La unidad de las fuerzas democráticas, tópico agostado de tanto usarlo como letanía tras cada atentado sanguinario de la ETA, adquirió carta de naturaleza en aquellos días de julio tal y como exigían las multitudes de ciudadanos por las calles de toda España.
Unos meses más tarde, las fuerzas nacionalistas vascas se postraban ante los asesinos con los acuerdos de Estella para mantener su hegemonía en aquella sociedad. En los partidos constitucionalistas el proceso fue similar, sólo que más lento en el tiempo, como se puede constatar a poco que se comparen las posiciones del PP y, sobre todo, del PSOE en el País Vasco con las que defendían cuando lideraron las movilizaciones populares en aquellas trágicas fechas de hace década y media.
El aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco, con su significación especial por la crueldad con que fue ejecutado y las energías espontáneas que desató en la Nación, es el día apropiado para reflexionar acerca de las promesas que la clase política nos hizo en aquellos momentos y la forma en que se han conducido sus principales representantes en los últimos tiempos. Porque hace quince años ningún político nos dijo que el Gobierno colaboraría con los asesinos de Miguel Ángel Blanco para evitar detenciones de etarras, ni que a cambio de que éstos dejaran de asesinar los terroristas presos disfrutarían de beneficios penitenciarios injustificables, ni que la Justicia legalizaría al brazo político de los asesinos de Miguel Ángel Blanco para que pudieran presentarse a las elecciones y vivir de los impuestos pagados por sus víctimas. No. Entonces no nos dijeron que tenían pensado hacer todo lo que después han hecho.
Por eso, quince años después del martirio de Miguel Ángel Blanco, cabe preguntarse si su tortura y asesinato, catalizadores de un movimiento popular inmensamente mayoritario que exigía acabar con los culpables y sus compinches sin la menor concesión, dieron sus frutos.