La politización de la Justicia es uno de los males endémicos de la democracia española. Con el nombramiento de los integrantes de los principales órganos judiciales por parte de los partidos políticos, uno de los poderes, el legislativo, somete a su particular criterio el funcionamiento de otro, el judicial, lo que además supone toda una anomalía democrática que contraviene el espíritu de la Constitución.
Precisamente una de las primeras declaraciones públicas del actual ministro del ramo fue un alegato a favor de la recuperación de la independencia del Consejo General del Poder Judicial, argumento que fue saludado convenientemente por los que creemos en una Justicia autónoma como garantía de la igualdad de todos los españoles ante la ley. Al poco de iniciar su gestión en la cartera de Justicia, Ruiz Gallardón encargó el tradicional informe independiente para mejor llevar a efecto ese mandato constitucional. Elaborado dicho documento por la comisión de expertos nombrada al efecto, nada debería impedir al Gobierno cumplir de forma inmediata su promesa.
Pues bien, ayer fue el día en que, culminados todos esos trámites, el ministro Ruiz Gallardón decidió que, antes de llevar a efecto lo que la lógica aconseja y el ordenamiento constitucional exige, es necesario someter los términos de esa reforma crucial al criterio del Partido Socialista Obrero Español y, en menor medida, al resto de formaciones políticas con representación parlamentaria.
Los socialistas han expresado en repetidas ocasiones su oposición tajante a que dispongamos de una Justicia independiente gobernada por un órgano formado por miembros de la carrera judicial. Fiel a su tradición totalitaria, el PSOE exige que el CGPJ sea un negociado más controlado por el partido en el Gobierno para validar sus tropelías siempre que sea menester, así que, a menos que Gallardón haya decidido timar a todos los españoles en este asunto, poco margen de acuerdo puede existir entre los que quieren liberar a la Justicia del yugo partidista y los que pretenden someterla indefinidamente a su particular fielato.
Hay cuestiones opinables en la gestión diaria de los asuntos públicos en los que el acuerdo entre las fuerzas parlamentarias es garantía de estabilidad, pero desde luego cumplir la Constitución en uno de sus mandatos esenciales no es algo que pueda someterse a una especie término medio con quienes no respetan los principios básicos de las sociedades democráticas.
El actual ministro de Justicia tuvo las agallas políticas de poner sobre el tapete una de las principales cuestiones que afectan al normal funcionamiento de nuestra democracia, la independencia del poder judicial. Ahora le toca cumplir esa exigencia que él mismo se impuso, aunque para ello deba renunciar al acuerdo con un Partido Socialista claramente refractario a perder el control del poder judicial. Si el Gobierno del señor Gallardón ha actuado bajo su único criterio en cuestiones de menor calado, como la reforma laboral, con mucho mayor motivo debería hacerlo ahora en una materia que constituye uno de los tres vértices de toda democracia digna de ese nombre.