El derribo de un avión turco a manos del régimen sirio ha puesto en evidencia la debilidad de Turquía. Se ha hablado mucho del creciente poder de Ankara en la región, de sus aspiraciones globales, de su crecimiento y de sus importantes fuerzas armadas. Pero el incidente del 22 de junio ha mostrado los límites de Turquía, que poco puede hacer por sí misma en esta crisis. Ha dicho a Damasco que responderá de forma contundente, decisiva y respectando el derecho internacional a cualquier otra amenaza o incidente de este tipo, pero por otro lado rechaza iniciar cualquier tipo de enfrentamiento armado. Se opone, además, a cualquier intervención militar extranjera apostando por una solución negociada con el régimen, pero al mismo tiempo ha cortado cualquier canal de comunicación con Assad, sin posibilidad por tanto de influir. Además, Turquía y Siria se han convertido ya en dos naciones abiertamente enfrentadas.
Desde el suceso, Ankara ha aumentado la seguridad en los puntos clave de su frontera sur, ha subido el nivel de alerta a nivel nacional, y ha cambiado las reglas de enfrentamiento para que sus fuerzas armadas puedan responder inmediatamente a cualquier otra provocación. Pero Turquía no quiere y, sobre todo, no puede permitirse una guerra porque podría poner en peligro sus principales prioridades, que son la modernización del país y el crecimiento económico. Además, podría desestabilizar las regiones kurdas y comprometer sus amplios intereses regionales. Y seguramente Assad lo sabe muy bien.
No obstante, una parte de la opinión pública turca –no la mayoría– ha reclamado a su Gobierno una acción militar como respuesta, argumentando que de no ser así nadie en Oriente Medio les va a tomar en serio. Sin embargo, nadie piensa que Turquía se arriesgaría a una guerra con Siria, aunque sí es seguro que a partir de ahora apoyará de manera más descarada, intensa y abierta a la oposición. Hasta ahora se había mantenido más cauta en este asunto y sobre todo rechazaba de manera oficial que estuviera permitiendo el flujo de suministros de armas a través de su territorio.
Ahora bien, la inteligencia advierte de que la próxima provocación de Assad no vendrá de la zona fronteriza que mantienen ambos países sino del Líbano. Turquía tiene allí desplegados 500 militares –ninguna fuerza de combate– como parte de la UNIFIL. El mandato de las tropas turcas finaliza en septiembre y ya el Gobierno ha enviado al Parlamento la petición de renovación por otro año. Podría ser un nuevo objetivo para enviar otra advertencia a Ankara, siendo Hezbollah el mensajero.
Quizás la crisis siria debería empujar a los líderes turcos a un realineamiento estratégico apoyado en sus verdaderos amigos y no los que se supone que deberían ser. Y estos serían los norteamericanos, y los países aliados europeos, de los que acaba de recibir todo su apoyo. Sólo con ellos puede enfrentarse a los peores escenarios posibles en los que sería uno de los principales afectados.