Mientras el estado socialdemócrata avanzado del gobierno intervencionista se hunde en una avalancha de deudas multibillonarias, la opinión mayoritaria sigue siendo totalmente generalizada y reacia incluso a razonar. Gran parte del debate "progre" se reduce al genial diálogo del escritor estadounidense Ring Lardner:
"Que te calles", replicó.
Es una cita muy extendida. Pero menos gente conoce la pregunta que precede a la respuesta (en la novela de Lardner The Young Immigrunts): un chaval pregunta "Papi, ¿nos hemos perdido?"
Como sabe cualquier padre con un vehículo motorizado, no es fácil dar una respuesta sincera a esa pregunta. Y lo más difícil de todo es parar y dar media vuelta, retrocediendo los pasos hasta el cruce en el que elegiste el camino equivocado. Si te dedicas a la política, es todavía más difícil. El estado del bienestar no tiene marcha atrás: "¡Adelante!", en palabras de la campaña electoral Obama 2012. Pero en último término aun así, cualquier parte del mundo occidental que quiera sobrevivir tendrá que encontrar la forma de dar la vuelta, dar marcha atrás.
Véase el euro. No debería de existir. Nunca debió de haberse inventado. Y, en última instancia, es imprescindible descubrir la forma de desinventarlo. Pero ni siquiera el más iluso de los líderes del Viejo Continente reconocerá abiertamente la necesidad de darle marcha atrás: para Angela Merkel, el euro no es una divisa cualquiera sino lo que ella llama "Schicksalsgemeinschaft" o "destino común". ¡Adelante –al– destino! Frau Merkel, al igual que Monsieur Hollande desde París, ha decidido que lo que los griegos y los portugueses y los españoles necesitan es "más Europa". ¡Avanzad!
Hace una década, justo antes de circular el euro, destaqué en una tribuna del británico Sunday Telegraph que, mientras las divisas de los países reales muestran imágenes de edificios reales (la Casa Blanca del billete de 20 dólares, por ejemplo), los elegantes inmuebles de la nueva divisa, en la práctica, no existen. Europa está repleta de edificios imponentes –el Palacio de Versalles, el Partenón– pero por desgracia están ubicados en países reales, y de ahí que los diseñadores de los billetes del euro prefirieran utilizar maravillas arquitectónicas paneuropeas ficticias y difusas anticipando la euroutopía que la nueva divisa iba a hacer tangible. "Dentro del curso normal de los acontecimientos" escribí, "la unión monetaria se produce después de la unión política, como en Estados Unidos, como en Canadá, Alemania, Holanda y demás. En este caso, de manera extraordinaria, la unión monetaria es en sí misma un acto de vinculación política. Lo importante del martes no es la puesta en circulación de la nueva divisa sino la abolición de las antiguas, no los puentes simbólicos de los nuevos billetes sino la desaparición de los puentes representados en las divisas que dejan de circular". En el seno de un "destino común", no hay carril de retorno.
Los del Viejo Continente practican estos términos euroutópicos a causa de su historia reciente. La Unión Europea es, a nivel filosófico, la solución de los años 70 a un problema de los años 40. De no ser porque, en uno de esos guiños a los que los dioses son aficionados, parece estar empujando al Viejo Continente a la situación misma que se diseñó explícitamente para evitar. Las dos guerras fueron promocionadas por fascistas entre sus poblaciones diciendo que el mundo estaba gobernado por una cábala de siniestros banqueros extranjeros. Cuando el Partido neonacionalista Nuevo Amanecer o el Syriza de extrema izquierda reprodujeron al mismo tiempo este discurso con tan buen efecto en los recientes comicios griegos, el discurso tuvo el mérito adicional, como le gustaba decir a Nixon, de ser cierto. El euro ha hecho tangibles las viejas teorías conspirativas: si usted es griego, su mundo está gobernado por una cábala de siniestros banqueros extranjeros –los alemanes, y los demás "europeos del Norte" al frente del Banco Central Europeo, además de sus colegas del Fondo Monetario Internacional–.
Hace falta un cerebro perverso para inventar un mecanismo diseñado para meter los horrores de mediados del siglo XX en el cubo de la basura de la historia que te acaba trasladando a la Europa del 1934. En ocasiones el camino a seguir te conduce directamente a la casilla de salida. Mientras los euroburócratas siguen predicando el discurso estándar de que la Unión sirve de cuña al impulso teutón por hacerse con el dominio regional, el secretario británico de defensa afirmaba hace poco que va siendo hora de que Alemania, en calidad de país más rico del Viejo Continente, se ponga a la altura de sus responsabilidades y eleve su gasto militar. Dudo que Frau Merkel vaya a seguir su consejo, aunque sólo sea porque el euro parece estar haciendo por la manía de Berlín por el control lo que ni Hitler ni el Kaiser supieron lograr.
Allá por el 2002, el periodista de la BBC Evan Davis nos aseguraba que el euro haría "económicamente estable" a Grecia. Todos los listos estaban de acuerdo: nos iba a traer "la estabilidad económica a largo plazo", anunciaba el Financial Times. Por comparación, yo escribí que "el euro es un ejercicio de vanidad en la imprenta que va a situar enormes presiones sociales sobre los socios europeos cuyos orígenes democráticos no van más allá de los 70". Hablamos de Grecia, de España y de Portugal, caso de que esté pensando. Pero aun así los euroutópicos avanzan para alcanzar las soleadas lomas del "destino común". Los artífices de la eurozona dicen ahora que lo que hace falta es la unión fiscal integral –o "F U", como le gusta llamarla a mi viejo jefe Boris Johnson, el edil londinense–. Más Europa, más deuda, más impuestos, más regulación, más banqueros extranjeros, y cada vez menos empleo, y un crecimiento cada vez menor, y cada vez menos transparencia democrática. Hace una década dije que una ventaja de esos edificios y puentes ficticios de los billetes es que no existir los hace mucho más difíciles de destruir. Pero en una Europa que es cada vez más insolvente, hay montones de edificios tangibles a mano.
"¿Nos hemos perdido, Europapi?"
"Que te calles", replicó.