¿Quién no quería matar a Prim?
Más que indagar en la lógica cuestión de quién quería quitarle la vida, habría que preguntarse más bien quién no estaba objetivamente interesado en hacerlo desaparecer de la escena política.
Como el magnicidio de John F. Kennedy, el atentado contra el general Prim fue la crónica de un suceso y muerte anunciados y resultado de una compleja conspiración en la que, en un muy similar correlato, la pesquisa, a casi siglo y medio del suceso, se presenta como una gruesa madeja de intereses en su contra en la que resulta imposible tirar de un hilo sin que éste se enrede inmediatamente con otros muchos. En definitiva, más que indagar en la lógica cuestión de quién quería quitarle la vida, habría que preguntarse más bien quién no estaba objetivamente interesado en hacerlo desaparecer de la escena política.
Serrano y Montpensier, grandes ambiciones y nulos escrúpulos
Antonio María de Orleáns, duque de Montpensier, y Francisco Serrano y Domínguez, "el general bonito", son sin duda las cabezas pensantes de la conspiración contra Prim y los presuntos autores intelectuales del crimen. Mientras el primero corre con todos los gastos de la operación y paga la fiesta que piensa ha de llevarle al trono de España, el segundo mueve los cubiletes de su beneficio en la mesa de trilero fullero donde asentó toda su carrera política, militar y personal.
Montpensier, hijo menor del rey francés Luis Felipe de Orleans, llegó a España en 1848 huyendo de la revolución que acabaría instaurando la República en Francia, pasando a residir en Sevilla y Sanlúcar de Barrameda, desde donde empieza a considerar la posibilidad de hacerse con el trono español y en tal afán pasa a ser el primer garante económico de la revolución de 1868, calificada como "La Gloriosa", que llevaría a su cuñada Isabel II al exilio. Su empeño era tan firme y decidido que para financiar el levantamiento hipotecó su palacio y sus dos grandes fincas en la Banca Coutts y la Compañía de Londres, por un valor de cinco millones setecientas cincuenta mil pesetas. Exiliado en Portugal por el gobierno de González Bravo, a su vuelta se vio envuelto en un nefasto incidente al batirse en duelo y matar a pistola a Enrique de Borbón Dos Sicilias, hermano del ex rey consorte Francisco de Asís de Borbón. Aún así, estaba convencido de que su incondicional apoyo crematístico a la causa le valdría la adhesión de Prim en sus aspiraciones al trono y su sorpresa debió de ser mayúscula cuando el general se descolgó proponiendo como candidato a Amadeo Fernando María de Saboya. Las Cortes votaron para elegir al rey de España el 16 de noviembre de 1870 y Montpensier quedó en tercer lugar con 27 votos, tras los republicanos, que cosecharon 60, y Amadeo que ganó con largueza de 191 votos.
A partir de ese momento, Montpensier se lo juega a todo o nada y vuelve a poner sus muchos dineros sobre el tapete para acabar con la vida de Prim, pagando todos y cada uno de los gastos que de la organización del magnicidio se van derivando, como atestigua sobradamente la documentación que consta en el Sumario, y poniendo al frente del proyecto criminal a su secretario Felipe Solís y Campuzano, pero, de un lado, la suerte ya está echada y el nuevo rey está llegando a España por el puerto de Cartagena, y de otro, su teórico aliado, el general Serrano, como siempre a lo largo de su vida pública de "insaciable ambicioso" al decir de Cánovas, está jugando en todas las mesas donde considera que puede obtener réditos personales.
Francisco Serrano y Domínguez, tras una primera experiencia militar relativamente brillante en la Primera Guerra Carlista, inicia su carrera política en 1840 de la mano del general Baldomero Espartero, pero a los tres años se une al movimiento liderado por el general Ramón María Narváez para derrocar a su mentor como regente. Tras el nombramiento de Isabel II como reina a la edad de trece años, se convierte en su favorito, y una vez casada continúan sus relaciones sentimentales de forma tan notoria y escandalosa que el gobierno de Joaquín Francisco Pacheco no tiene más opción que hacerlo desaparecer de la Corte designándolo capitán general de Granada, cargo que ocupa durante un par de meses para a continuación retirarse de la vida pública durante varios años. En 1854 retorna a esa vida pública apoyando el retorno del general Espartero, a quien con anterioridad había traicionado, y forma el partido Unión Liberal, que, liderado por Leopoldo O’Donnell, lo lleva a la Capitanía General de Cuba, donde en solo tres años hace acopio de una cuantiosa fortuna haciendo la vista gorda en el tráfico de esclavos. Vuelve a España y lidera la sofocación de la sublevación del Cuartel de San Gil, a cuyo mando supremo se encontraba Prim, y que se resuelve en una masacre en la que son fusilados setenta suboficiales, para, a continuación y con la desfachatez e impudicia que lo adornan, ponerse al lado del mismo general Prim y el almirante Topete para encabezar la revolución que derrocaría a su examante y grande protectora la reina Isabel II. Después, llegado el momento supremo de acabar con Prim será él mismo quien ponga a disposición de los conjurados a su propio jefe de escolta, José María Pastor, y quien posteriormente maneje la situación desde el interior del Palacio de Buenavista, donde el conde de Reus, marqués de los Castillejos y vizconde del Bruch agoniza o yace muerto, para cambiar su posición de Regente del Reino, en la que aquel le había colocado para desactivarle políticamente, por la de nuevamente poderoso presidente del Consejo de Ministros en la Corte del nuevo rey Amadeo I de Saboya.
Los republicanos y su tonto útil en la figura de Paúl y Angulo
Que los republicanos debían querer acabar con Prim parece una obviedad de calibre grueso, ya que junto a él habían participado activamente en el derrocamiento de la monarquía, seguramente para algo más que para entronizar una nueva monarquía. En ese contexto en el que la causa republicana se siente estafada, emerge la figura capital del jerezano José Paúl y Angulo, quien entabló contacto y amistad con el general durante su exilio londinense y lo acompañó en su regreso triunfal a España. Elegido diputado a la Asamblea Constituyente por su ciudad natal, tuvo que asistir encolerizado a la aprobación de la Constitución monárquica de 1869 y aquello debió sacarle definitivamente de sus casillas, al punto de que se trasladó al frente de lucha antigubernamental en los pueblos de la Sierra de Cádiz, junto al anarquista, federalista y cantonalista Fermín Salvochea y Álvarez.
Tras un periodo de ocultamiento y refugio en Huelva, Paúl y Angulo recupera la actividad política dirigiendo el periódico El Combate, financiado y hábilmente manejado por los largos tentáculos del duque de Montpensier, donde en 1870 aparece un llamamiento para derrocar a Prim. Finalmente, el 27 de diciembre de ese mismo año participa directamente en el atentado que concluye con la muerte del presidente del Consejo de Ministros de España y se exilia en Francia, donde, hasta su muerte, acaecida en 1892, dedicará todos sus mejores empeños a intentar demostrar su inocencia, seguramente para no pasar a la historia como tonto útil al servicio de causa ajena.
En el tiro cruzado del todos contra todos masónico
La huella masónica en la escena del crimen de Jaun Prim i Prats, masón del grado 18, caballero Rosa Cruz y portaestandarte del Supremo Consejo del Gran Oriente de España, está avalada por distintos datos y circunstancias entre las que no es baladí la presencia de un retén de matarifes "suplentes" en la calle de Cedaceros, por donde el general debía pasar de haber decidido acudir en última instancia a la cena que su logia celebraba, con motivo del solsticio de invierno, San Juan Evangelista, en la fonda y taberna de Las Cuatro Estaciones, en la calle del Arenal.
Benito Pérez Galdós, en sus Episodios Nacionales, y el jesuita Luis Coloma en su novela Pequeñeces, parecen dar por hecha la implicación en el crimen de la sociedad secreta y discreta, sin embargo, los hechos indican que no se trató de la masonería contra Prim, sino de un todos contra todos masónico. El propio Paúl y Angulo fue promocionado a la presidencia de la sociedad secreta El Tiro Nacional estrechamente vinculada a la masonería, que en sesión celebrada la noche del 16 de noviembre de 1870, horas después de saberse que el trono de España sería ocupado por Amadeo de Saboya, voto unánimemente el asesinato de Prim.
Pero aquel mismo año de 1870 en el que concluye la vida de Prim también es el del nombramiento como Gran Maestre de la Gran Logia Simbólica de España de Manuel Ruiz Zorrilla, quien un año antes había sido ministro de Gracia y Justicia en el Gobierno de Prim y que a su muerte presidió el Gobierno de Amadeo I de Saboya en dos ocasiones, como líder del recién formado Partido Radical.
Sea como fuere, quizá lo más chusco del embrollo sea que Prim fue denunciado como masón por Eduardo Caballero de Puga, el 30 de mayo de 1940, de lo que da fe una ficha que reposa en el Archivo General de la Guerra Civil, en Salamanca, y en la que el acusado figura como general de profesión, fallecido y no retractado. Claro que de poco le serviría a don Eduardo la delación porque él mismo se vio incoado en un sumario abierto el 21 de enero de 1942 por el Tribunal Especial para la represión de la Masonería y el Comunismo.
Entre todos lo mataron y la baraka se acabó
En una u otra forma y medida, en el asesinato de Prim estuvieron implicados motpensieristas, republicanos, serranistas, isabelinos, alfonsinos, carlistas, unionistas, masones, y quién sabe quienes más. Pero, además, el resto de las fuerzas viva y poderes fácticos, si no implicados ni satisfechos, cuanto menos conocieron su muerte con un cierto alivio. Por ejemplo, la Iglesia Católica no debió sentir demasiado la pérdida de un político que había impuesto como soberano de España al segundo hijo del primer rey de Italia, Víctor Manuel II, directo responsable de la reducción de los Estados Pontificios, el vasto "Patrimonium Sancti Petri", a la Ciudad del Vaticano, un pequeño territorio de 44 hectáreas dentro del cual el Papa Pío IX se autoproclamó prisionero tras excomulgar al monarca. Tampoco debió ser un duelo para todo el conglomerado de burgueses y capitalistas con intereses en Cuba, habida cuenta de que el general ya había intentado, aunque sin éxito, proclamar la independencia de la isla si así lo decidía el pueblo cubano en referéndum, una amnistía para los patriotas cubanos, y una compensación a España garantizada por Estados Unidos.
Desde los años en los que al frente del ejercito español había logrado espectaculares hazañas y esquivado la muerte de forma casi milagrosa en acciones casi suicidas, Prim debió convencerse, como lo estaban sus soldados, de que tenía baraka, voz árabe que significa "bendición divina" y que pasó al francés y al español con el sentido de "suerte providencial" y referida a alguien capaz de superar situaciones límite. Sólo así se entiende que viajara desarmado y sin escoltas, y que se negara a modificar el recorrido habitual a pesar de haber sido claramente advertido de que se preparaba un atentado contra su persona. A Prim lo mataron entre todos y, en parte por decisión propia, él solito se murió.
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