A veces, los españoles tenemos el don de reparar lo que otros maltratan. Al otorgar el Príncipe de Asturias –lo mejor de nuestra casa– al no-Nobel Philip Roth, nos hacemos cargo de la incuria, muchas veces la ignorancia y hasta en ocasiones el mal gusto de los suecos. Véase el inefable caso de Dario Fo.
Con la lista de los nóbeles en la mano no se puede construir la historia de la literatura del siglo pasado. Y menos aún del presente. Hay una mitad, más o menos, justa y lúcida, que va de Faulkner a Octavio Paz. Y otra mitad que va de Harold Pinter a Herta Müller. Algunos de ellos podrían haber sido sustituidos por Borges, Carpentier o Kafka. Pero no. La Academia se encierra y delibera y pasa lo que pasa: que Mailer se muere sin premio. Lo mismo está a punto de suceder con Philip Roth. El Príncipe de Asturias es para él un arma de varios filos, que tanto puede funcionar a modo de puente como de consuelo por lo que no va a ser. No importa: nosotros hemos hecho justicia en este caso. Roth es lo mejor de lo mejor.
Mis lectores saben de mi debilidad por este escritor, al que tardé mucho en leer y al que devoré en cuanto lo descubrí. Lo primero que quiero decir es que es el autor de una de las novelas que definen su época, la nuestra, como definen la suya Los Buddenbrook, El siglo de las Luces o Santuario. Me refiero a Pastoral americana, a cuya tercera lectura dedicaré mis próximos días. El teatro de Sabbath es también una novela inmensa –todas, aun las más breves, lo son– pero Pastoral lo abarca todo, y todo no significa aquí los Estados Unidos, sino el mundo entero. He visto repetirse la historia del Sueco y de su hija metida a terrorista en muchos países, empezando por mis dos patrias, España y la Argentina.
Últimamente, Roth se ha dado a unas novelas mucho más autobiográficas. Todo en él es autobiográfico, pocos escritores aprovechan tanto su experiencia íntima para construir con sus fragmentos relatos perfectos. Toda su relación con el padre, por ejemplo, ha sido desmenuzada y reconstruida de diversas maneras en Patrimonio, Elegía y Sale el espectro. Pero, dependiendo en buena medida de lo vivido en la vejez, la decadencia y la muerte paternas, sobreviene la explicación de la vejez, la decadencia y la muerte del propio Roth.
Hay que ser de piedra para no conmoverse con el relato del enamoramiento de un hombre al que el cáncer de próstata ha convertido en impotente e incontinente. Un hombre que se ha enamorado muchas veces y ha sido fuerte y un gran amante. No creo que haya ningún otro autor tan implacable como Roth con su enfermedad y su muerte inminente. La muerte que se vive como inminente, aunque no lo sea, porque desde que aparece el cáncer se anuncia la parca: tal vez espere treinta años, a la puerta de los quirófanos o agazapada entre las prótesis, los aparatos de radioterapia o los dispositivos que hacen más fácil la inyección de productos quimioterapéuticos, pero termina por actuar. A una cierta edad, cabe vivir en la esperanza de regresar. A otra, se sabe que ha empezado el último capítulo, el último acto de la representación. Para este proceso final, Roth eligió retirarse a una casa en las montañas y escribir. La historia del enamoramiento de la que hablaba yo al iniciar este párrafo, sucede precisamente en una interrupción del aislamiento, en un viaje a Nueva York: no se puede sacar a pasear el alma si no se posee un cuerpo que la sostenga y la exprese.
Leer a Roth, se empiece por donde se empiece, es una experiencia. A veces, desoladora. A veces, esperanzadora. Siempre intensa, como en una montaña rusa literaria. Confío en que el Príncipe de Asturias contribuya a difundir aún más su obra entre nosotros. No creo que vaya a sensibilizar a los suecos.