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Emilio Campmany

El fin de una nación

El único consuelo que nos cabe es que, a lo mejor, nos llevamos a toda Europa con nosotros hasta el sumidero y podremos mentir alegando que la culpa fue de Merkel. Y los sindicatos podrán manifestarse desfilando por entre los escombros.

Vamos a dejarnos de tonterías. No somos una gran nación. Ni siquiera está claro que seamos una nación, ese concepto discutido y discutible, no sólo para el expresidente del Gobierno, sino también para muchos españoles a los que tanto divierte pitar su himno y hacerle la higa al heredero de la Corona. Y eso no es más que una anécdota. Nadie con verdadero poder de decisión ha constatado lo obvio, que el Estado de las Autonomías está muerto. Bankia, ese frankenstein hecho con trozos de cadáveres de varias cajas de ahorro, es hijo de ese Estado. Su condición de quiebra técnica es consecuencia de la gestión de esas comunidades autónomas por medio de políticos y sindicalistas de todo pelaje. Y ninguno de éstos tendrá que dar cuenta ante un juez de sus actos. El Estado pondrá 23.500 millones que no tenemos y la fiesta continuará hasta que el cuerpo aguante, que ya está claro que va a aguantar muy poco. Y ojalá fuera nuestro único problema.

Las empresas públicas no sólo no ganan dinero, sino que pierden más de cincuenta mil millones al año por pagar a toda clase de paniaguados contratados por los partidos que gobiernan comunidades autónomas y ayuntamientos. Los ministerios, consejerías y alcaldías rebosan de asesores (decenas de miles de ellos) que nada asesoran a unos asesorados que no tienen tiempo para escuchar tanto consejo. Sólo están para calentar una butaca, ocupar espacio en los edificios públicos y cobrar a fin de mes. Luego, están los interinos, nombrados enchufe mediante y que esperan convertirse en funcionarios por el mero paso del tiempo para unirse a los que ya consolidaron la plaza.

Este enorme entramado clientelar de políticos profesionales, de empleados públicos y de interinos convertibles y convertidos en funcionarios de carrera que se comen lo que no está escrito sigue casi intacto. Y son tantos que prescindir de ellos provocaría un drama social de enorme envergadura. Y sin embargo, no tenemos con qué pagar sus muchas veces insignificantes cuando no inexistentes servicios.

Sólo hay una solución, darle una interpretación amplia al artículo 155 de la Constitución, suspender en su ejercicio a todas la Comunidades Autónomas y a la mayoría de los ayuntamientos, mantener a los funcionarios que sean de oposición y hacerlos depender del Estado y despedir a todos los demás. Y si los profesores no interinos, en vez de 18 ó 20 horas de clase tienen que dar 30, que las den. Y si los médicos tienen que hacer horas extra por el valor de las ordinarias, que las hagan. Y así sucesivamente.

Pero, nadie va a hacer tal cosa y nos iremos a pique. El único consuelo que nos cabe es que, a lo mejor, nos llevamos a toda Europa con nosotros hasta el sumidero y podremos mentir alegando que la culpa fue de Merkel. Y los sindicatos podrán manifestarse desfilando por entre los escombros. Es el fin de una pequeña nación.

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