Con privilegios no hay transparencia
Hasta que no se levante el veto del que disfrutan algunas corporaciones privadas dependientes del presupuesto público y las más altas instituciones del Estado, nadie podrá decir con propiedad que España es un país transparente.
El gobierno aprobó en el Consejo de Ministros del pasado viernes el proyecto de Ley de Transparencia, una norma que incluirá algunas de las peticiones que los ciudadanos han planteado al ejecutivo a lo largo del periodo de consulta pública establecido al efecto.
Cualquier iniciativa que tenga como fin dotar a la gestión de los asuntos públicos de una mayor publicidad ha de ser recibida con satisfacción, porque la claridad en el manejo de las cuentas públicas es un imperativo de las democracias realmente participativas. Ahora bien, una norma de estas características debería incidir precisamente en las materias que han gozado siempre del privilegio de la opacidad, y no parece que el proyecto de ley presentado por el gobierno, a falta de las modificaciones que se introduzcan a lo largo de su trámite parlamentario, sea un dechado de rigor en algunos terrenos donde se echa muy en falta precisamente la nitidez anunciada por el ejecutivo con la puesta en marcha de esta iniciativa.
Es el caso del manejo de los fondos públicos por parte de sindicatos, partidos políticos y patronal que, al igual que la Casa Real, quedan fuera expresamente del ámbito de esta Ley. La vicepresidenta del Gobierno aludió como justificación a que ninguno de estos sujetos jurídicos son propiamente órganos de la administración pública. Siendo esto cierto, no lo es menos que todos ellos se financian con dinero público sin que los ciudadanos que los mantienen con sus impuestos puedan saber a qué dedican los abundantes fondos que reciben, más allá de los controles esporádicos de los órganos de la Intervención de cuentas que, por ejemplo en el caso de los sindicatos, jamás se han llevado a efecto con el rigor que cabe exigir a unas corporaciones que viven del presupuesto de todos.
En el caso de la Casa Real hubo incluso peticiones expresas de los ciudadanos en el periodo de información pública para que esta ley de transparencia obligase a su titular a explicar la forma en que administra los fondos recibidos, dando cuenta de su aplicación en la página web abierta a tal efecto. En el caso de sindicatos, patronal y partidos políticos no es ya que se reciban solicitudes concretas durante la tramitación de una norma legal como este proyecto de ley, sino que existe un clamor ciudadano para que las tres entidades, con sus centenares de órganos afines, rindan cuentas hasta del último euro recibido del bolsillo de los contribuyentes, gracias a cuyo esfuerzo mantienen sus estructuras, puesto que con las cuotas de su afiliados no cubren ni el veinte por ciento de su gasto anual.
Bien está que los ciudadanos puedan acceder a través de internet a las plataformas de contratación de las administraciones públicas y que el marasmo de regulaciones existente se simplifique reuniendo información clara de la normativa que afecta a cada sector de nuestra sociedad. Si además se refuerza la independencia del organismo que ha de velar por la transparencia de la administración pública española, los ciudadanos tendrán una mayor garantía de pulcritud en el manejo de los asuntos públicos. Sin embargo, hasta que no se levante el veto del que disfrutan algunas corporaciones privadas dependientes del presupuesto público y las más altas instituciones del Estado, nadie podrá decir con propiedad que España es un país transparente.
Rajoy ha tenido la oportunidad de acabar de una vez por todas con esas zonas opacas, impropias de las democracias maduras en las que resulta imperativo la información constante a todos los ciudadanos de la manera en que otros gastan su dinero. Por desgracia para todos, ha decidido desaprovecharla. Que nadie se queje si el prestigio y la imagen de esos privilegiados continúa derrumbándose al preocupante ritmo actual.
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