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Cristina Losada

El gran soufflé

Las expectativas que suscitó Sarko con sus promesas de reforma, las ha generado ahora Hollande con su indefinición. Se esperan de él grandes prodigios. Pero la deuda estará ahí cuando la izquierda despierte.

La obra de  Nicolas Baverez, La France qui tombe (Francia en declive), fue un aldabonazo que precedió a la llegada de Sarkozy a la presidencia. Fue también  una inspiración para  las promesas de reforma que sembró hace cinco años el ahora derrotado. Aquel diagnóstico sobre los males de Francia señalaba la inviabilidad de un modelo económico anquilosado, intervenido,  que se mantenía gracias a la deuda pública. Sarko, siempre ambicioso, no sólo prometió una reforma, sino una ruptura con el viejo modelo, y la recuperación de valores como el esfuerzo y el mérito. A grandes promesas, grandes decepciones. En un lustro, Francia ha pasado de contemplar el declive a asomarse al abismo. 

La crisis, es verdad, se cruzó en el camino y su embestida ha ido tumbando uno por uno a los gobernantes. Pero Sarkozy ha sido ante todo una víctima de sí mismo, como ha escrito Guy Sorman. Su programa rupturista apenas salió del limbo; ahí siguieron  las 35 horas y la rigidez del mercado laboral. Así, la desafección de parte de sus votantes se ha unido a la hostilidad de quienes nunca quisieron cambio de modelo alguno. Hollande, el candidato por accidente  -por los incidentes sexuales del favorito-,  ha recogido la cosecha de un inflamable descontento que,  en porción significativa y a ambos lados del espectro, cuestiona el régimen democrático, la economía de mercado y la integración europea. Ahí es .

Es un punzante paralelismo que las expectativas que suscitó Sarkozy con sus promesas de reforma, las haya generado Hollande con su indefinición. Esperan de él grandes prodigios, sin ir más lejos, los socialistas españoles, tan reacios a producir ideas que prefieren sumarse a las de otros. Han atribuido al pobre François la invención de la sopa de ajo: el crecimiento. A nadie se le había ocurrido antes, por lo visto, que había que crecer para salir de la crisis. Pero han paseado a Hollande como brioso combatiente contra la austeridad de la roñosa Merkel, y le felicitan  por conseguir que en la UE se empiece hablar de crecimiento y de proyectos de inversión. Se equivocan.  

Es bien dudoso que Francia, con Hollande o sin él, se pueda permitir un aumento del gasto público. La deuda, como el dinosaurio de Monterroso, estará ahí cuando la izquierda despierte de la fiesta. Y es improbable que el socialista tenga la capacidad y aun la voluntad de modificar la política común. El fenómeno Hollande es un soufflé: se desinflará en cuanto salga del horno. Si el ligero cambio en el discurso europeo se debe a un fenómeno francés, no será por  la aparición del nuevo héroe de la izquierda, sino por la inquietud que provoca la fuerza adquirida por los antisistema en el caldo de cultivo de una crisis que sólo tiende a empeorar. Porque la derrota de Sarko significa que la ganadora de facto es Le Pen.

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