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Pablo Molina

Arrepentidos los quiere Rajoy

La responsabilidad del Estado de Derecho es castigar con la pena máxima prevista en las leyes al criminal que ha cometido también el mayor delito, y cualquier decisión que rebaje ese elemental sentido punitivo será siempre una traición hacia las víctimas.

La nueva política penitenciaria que el gobierno tiene previsto aplicar a los presos terroristas tiene soliviantadas, y con razón, a las víctimas del terrorismo que todavía viven y a los familiares de los que fueron asesinados, porque los que cayeron muertos ya no pueden opinar. Los heridos, mutilados y familiares de los caídos en atentados terroristas tienen la posibilidad de oponerse a estas medidas de gracia, aceptarlas o incluso perdonar a los culpables, pero a los que fueron asesinados sólo el Estado y sus instituciones judiciales pueden hacerles justicia.

La responsabilidad del Estado de Derecho es castigar con la pena máxima prevista en las leyes al criminal que ha cometido también el mayor delito –arrebatar la vida a otro ser humano–, y cualquier decisión que rebaje ese elemental sentido punitivo será siempre una traición hacia los muertos por actos terroristas.

El arrepentimiento de los criminales y su compromiso a no volver a poner bombas o disparar en la nuca debería ser una cuestión irrelevante a efectos penitenciarios. La única certeza de un arrepentimiento sincero sería el suicidio del asesino tras darse cuenta de la gravedad de sus acciones. Si su presunta contrición le permite seguir viviendo como si tal cosa a la espera de homenajes populares tras salir de la cárcel, el Estado tiene el deber de ejecutar la pena impuesta por los tribunales hasta sus últimas consecuencias. No sólo por el respeto que la sociedad le debe a la memoria de las víctimas del terrorismo, sino porque en otro caso el sentido mismo de la Justicia quedaría pervertido para convertirse en un enjuague más de los gobernantes en busca de determinados objetivos políticos.

La reinserción es deseable, pero sólo después de haber cumplido íntegramente el castigo impuesto por el Estado de Derecho según la gravedad del delito cometido y haber resarcido a las víctimas por los daños causados. Tras haber pagado ese precio inexcusable todos nos felicitaremos porque el asesino haya interiorizado la vileza de su conducta y decida no volver a asesinar. Pero después de cumplir las penas impuestas. No antes.

Si la política penitenciaria se reduce a que los criminales entiendan que lo que hicieron estuvo mal, pidan perdón públicamente y prometan no reincidir, ¿para qué se les condena a miles de años de cárcel? Bastaría con que, una vez detenidos, un equipo de psicólogos consiguiera en pocas sesiones hacerles ver la gravedad de sus actos para que el arrepentimiento y el propósito de enmienda surgieran de forma espontánea. Además, el terrorista con un alto grado de empatía ni siquiera tendría que entrar en prisión porque ya estaría moralmente "curado", que es, según parece, el objetivo que se ha marcado el gobierno en este nuevo programa de reinserción.

El primer fin de la justicia penal ha de ser castigar a los culpables de graves delitos y hacerlo con la máxima severidad por respeto a las víctimas y a la sociedad en su conjunto. Que paguen lo que han hecho hasta apurar la última gota de su castigo y a partir de ahí, en las iglesias tienen confesionarios para el arrepentimiento y en los ayuntamientos Servicios Sociales para la reinserción. 

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