La mentira es la verdadera ley moral del mundo, ya lo constató Revel y, mucho antes que él, nuestro Ortega y otros muchos, y se ha enquistado en España. Di o haz siempre lo que te beneficie política, mercantil, administrativa, deportiva e incluso religiosamente –lo que conduce directamente al crimen organizado o sin organizar–, y miente cuando alguno de tus privilegios o posiciones puedan ser desmoronados por la verdad del hecho. Es como el imperativo categórico kantiano pero al revés. Pocos creen ya que el hombre, cada hombre, cada persona individual sea un fin en sí mismo y nunca un medio. En esta cada vez más invertebrada y residual nación, la mentira y sus variedades, desde la calumnia a la infamia pasando por la farsa o la maniobra de distracción, han terminando imponiendo sus normas y medidas. Si durante siglos la humanidad veraz no se fió de las apariencias para poder alcanzar la verdad, ahora se trata de componer adecuadamente una apariencia mientras se desprecia la verdad.
"...Cuando la política se entroniza en la conciencia y preside toda nuestra vida mental, se convierte en un morbo gravísimo. La razón es clara. Mientras tomemos lo útil como útil, nada hay que objetar. Pero si esta preocupación por lo útil llega a constituir el hábito central de nuestra personalidad, cuando se trate de buscar lo verdadero tenderemos a confundirlo con lo útil. Y esto, hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira. El imperio de la política es, pues, el imperio de la mentira. De todas las enseñanzas que la vida me ha proporcionado, la más acerba, más inquietante, más irritante para mí ha sido convencerme de que la especie menos frecuente sobre la tierra es la de los hombres veraces. Yo he buscado en torno, con mirada suplicante de náufrago los hombres a quienes importase la verdad, la pura verdad, lo que las cosas son por sí mismas, y apenas he hallado alguno. Un alma necesita respirar almas afines, y quien ama sobre todo la verdad necesita respirar aire de almas veraces. No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestas sólo a usar de las cosas como les conviene". Qué cosas llegó a escribir Ortega cuando se sentía náufrago de esa España agonizante.
Por ello, los políticos odian el mercado capitalista, que produce verdades objetivas y medibles. Hay quien lo niega, precisamente los que pretenden dirigirlo con el fundamento de que ellos sí saben qué es mejor para todos por encima de todos. Lo pensaba el otro día, convaleciente de una bronquitis, cuando recordaba la historia del inventor del futbolín, maravilloso artilugio que ha hecho felices a muchas personas, incluyendo a los discapacitados que no pueden ni podrán nunca jugar al fútbol y que fueron la fuente de inspiración del español y gallego Alejandro Finisterre. La gente que inventa, la gente que fabrica, la gente que comercializa, la gente que vende y el conjunto de los ciudadanos que deciden comprar o no es un universo que bien poco tiene que ver con los políticos. No son abstractos, ni palabreros sino concretos y factuales. Nadie compra o vende algo que no le es verdaderamente fructífero por las razones que sea. Por ello, los políticos odian lo que llaman el mercado, esto es, el conjunto de cada uno de los ciudadanos decidiendo con la información de que disponen el destino de sus bienes y su voluntad. Y lo odian porque muchos de ellos, una amplísima mayoría, de haber sido expuestos profesionalmente en un mercado no habrían llegado ni a peones de obra.
Son estos políticos los que en mi tierra andaluza tomaron casi 1.000 millones de euros de nuestros bolsillos y se lo regalaron a los amigos en el caso de los ERE sin que les temblara el pulso. Los que compusieron una tela de araña con el fin de beneficiar a los suyos. Son esos políticos los que han dejado a España con traumatismo económico y espiritual y siguen cobrando de nosotros acusando a los demás de todo sin inmutarse. Son también políticos, y bien que lo siento, esos que toman decisiones que agujerean las más escondidas faltriqueras ciudadanas para resolver problemas que los ciudadanos no han creado, un expolio fiscal sin precedentes, y que no se dignan a sentarse ante las cámaras de televisión para explicar una a una, minuciosamente, las medidas que se han tomado y por qué había que tomarlas. Respetuosamente. Consideradamente. Como nos merecemos los ciudadanos que seguimos pensando que somos fines en sí mismos y no meramente medios.