Cuando -la semana pasada- comenzó a desplegarse la fuerte ofensiva diplomática contra Argentina para defender a Repsol-YPF ante los rumores de nacionalización, me dije: alea jacta est.
Error de bulto del Ejecutivo español, quizás por mala información quizás por candidez. Si yo fuera Mariano Rajoy estaría muy enojado con algunos de mis colaboradores. El error de cálculo fue pensar que la maniobra argentina estaba fundamentalmente motivada por un rebrote populista del gobierno, necesitado de un nuevo desafío épico que despertara la mística patriótica luego del punto muerto al que había llegado el tema Malvinas.
Es verdad que este tipo de epopeyas, las Malvinas son argentinas, el petróleo es argentino, nutre la política kirchnerista, pero no es el principal motivo por el cual la presidenta necesita YPF. La razón fundamental de todo, son años de una desastrosa política energética que ha colapsado la provisión de combustibles en el mercado interno, obligando a importar grandes cantidades de gas y gasóleo y originando una factura de 14.000 millones de dólares, sólo para el año 2012.
Al menos desde 2004, cuando Néstor Kirchner ya era presidente, Argentina ha vivido en un estado de “populismo energético”, sostenido por una estructura piramidal de subsidios, que junto al exagerado crecimiento de la economía, estimuló una demanda cada vez más voraz al mismo tiempo que la oferta doméstica de energía se reducía. Todos los expertos en la materia veían como el país caminaba inexorablemente hacia una debacle energética que se aceleró en los últimos meses cuando el Ejecutivo, agobiado por la restricción presupuestaria, intentó replantear la política de subsidios. Crisis fiscal o crisis energética o las dos al mismo tiempo. Allí está el quid de la estatización de la petrolera que la presidenta describió como la “recuperación de la soberanía y control de los hidrocarburos”.
Poco conocen a Cristina Fernández de Kirchner quienes pensaban que una dura arremetida diplomática, llena de declaraciones amenazantes y augurios de desastre lograrían un efecto de contención. Tampoco Barack Obama logró disuadir a la primera viuda argentina. Lo presentí, cuando vi la foto de Kirchner y Obama en Cartagena, donde la enorme mano abierta del presidente de Estados Unidos intentaba contener el puño cerrado y en tensión de la dama peronista.
Es paradójico, pero no fueron jefes de Estado ni ministros europeos quienes hicieron dudar por unos días a CFK sobre los pasos que estaba dando, sino gobernadores peronistas. En efecto, Cristina tiene más miedo al gobernador de Santa Cruz o al de Neuquén que al ministro Soria o a Bruffau. Y el último obstáculo que le restaba por limar antes de hacerse con YPF era la oposición de la liga de gobernadores de las provincias productoras de petróleo, no por sabios ni por temerosos a las consecuencias internacionales sino porque veían que el Estado nacional se llevaba todo el pastel y los quería dejar fuera del negocio. Al final, fue con los únicos que cedió: el 49% de las acciones expropiadas, es decir, el 24,99% de la nueva YPF nacionalizada quedará en poder de las provincias.
Esta fortísima Organización Federal de Estados Productores de Hidrocarburos (OFHEPI), que integran las provincias argentinas con producción petrolera fue justamente la que en 1992, capitaneada por Néstor Kirchner, en aquel momento gobernador de Santa Cruz, hizo el lobby más fuerte para que el entonces presidente Carlos Menem, pudiera privatizar la empresa petrolera nacional.
Paradojas del destino o peronismo en estado puro, hoy Cristina dinamita la credibilidad argentina en el exterior e hipoteca buena parte del futuro económico del país para “recuperar” lo que su marido ayudó a vender hace veinte años. La Casa Rosada, no quedará, por ahora, a oscuras, y el bulldozer de la ambición desmesurada del gobierno kirchnerista contará con algo más de combustible en su depósito para seguir embistiendo contra todo lo que se le ponga delante. Pero está claro que el pan para hoy será hambre para mañana.