La caída hace unos días de la bolsa por debajo del umbral psicológico de los 8.000 puntos, así como la escalada de la prima de riesgo de nuestra deuda soberana por encima de los 390 puntos básicos, desataron la semana pasada una justificada alarma que, en modo alguno, debería calmar el "efecto rebote" que tan tímidamente ha experimentado este miércoles el Ibex 35: tras cuatro jornadas consecutivas en rojo, el selectivo español sólo ha podido recuperarse hasta los 7.500 puntos, mientras que la prima de riesgo sólo se ha "relajado" hasta los 418 puntos básicos. Y eso a pesar del dopaje que constituyen los crecientes rumores de una nueva compra de deuda española por parte del Banco Central Europeo.
Naturalmente, no queremos decir con esto que la valoración de la acción del gobierno deba someterse a esta diaria y volátil "cotización" de estas variables; sin embargo parece un hecho evidente que, por mucho que Rajoy haya asegurado que tiene "las cosas claras", ni los mercados, ni los inversores ni los socios comunitarios muestran tanta confianza en su proyecto, supuestamente reformista.
Tanto De Guindos, ante un grupo de empresarios catalanes, como el propio Rajoy, ante sus compañeros de partidos, han tratado de generar confianza en su programa de ajuste y de reformas económicas. El problema es que el Gobierno se enfrenta a una oposición que, prácticamente en su totalidad, critica por "excesivo" lo que los mercados, inversores y socios comunitarios –por no hablar de una buena parte del desorientado electorado del PP- califican de "insuficiente" cambio de rumbo respecto a la política económica de la era Zapatero. Rajoy no siente la necesidad de justificarse por un todavía insuficiente recorte del gasto público por la sencilla razón de que la oposición lo que le critica es que dicha poda sea excesiva. Si la oposición tampoco le critica por falta de ambición y premura a la hora de acometer las reformas –incluida la destinada a modificar profundamente un insostenible modelo autonómico– no hay que extrañarse de que Rajoy pueda, sin sonrojarse, presentarse como el adalid del reformismo.
En este sentido, una oposición digna de elogio, que espoleara al Gobierno para hacer lo que tiene que hacer, advertiría al Ejecutivo: "Si no hacen ustedes un auténtico ajuste, serán otros los que vengan a hacerles el presupuesto". Pero, como lo que le reprochan al Ejecutivo es una supuesta austeridad excesiva, el gobierno se defiende, tal y como ha hecho De Guindos, advirtiendo de que "si vienen otros a hacer el presupuesto, verán ustedes lo que es un ajuste".
Otro tanto podríamos decir del discurso que Rajoy ha pronunciado en la reunión de grupo parlamentario: lejos de mostrarse como un convencido de la reducción del tamaño del Estado y de la austeridad pública, la defensa que el presidente del Gobierno ha hecho de su lucha contra el déficit parecería la de quien quiere maximizar el gasto público sabiendo que no puede llevarlo al extremo de espantar a sus acreedores.
Naturalmente, no vamos a negar a Rajoy que la alternativa a su acción de gobierno sería "infinitamente peor", si esta únicamente pudiese ser la que irresponsablemente le proponen a su izquierda. Tampoco le vamos a discutir su autoproclamado carácter "austero" si lo comparamos con lo que se ve y se oye en la oposición. El problema está en que, aunque el tuerto pueda ser el rey en el país de los ciegos, tal vez su visión no sea lo suficientemente buena para "tener las cosas claras".