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Emilio Campmany

Sarkozy, ese amigo

Si hay insulto, los insultados somos todos, no sólo el expresidente. El ínclito no apareció en La Moncloa por arte de birlibirloque. Lo pusimos ahí los españoles.

Nicolas Sarkozy ha encontrado un filón dialéctico en nuestras desgracias para tratar de convencer a sus compatriotas de que le voten. Ha venido a decirles que, si quieren acabar como los españoles, que voten al socialista François Hollande. Soraya Rodríguez se ha puesto como una pantera y ha exigido a Rajoy que reclame vía diplomática una excusa del Elíseo. Luego, con menor vehemencia, ha dicho que la culpa de cómo estamos la tiene la crisis y las políticas de derechas que ha impuesto el eje franco-alemán.

Incluso aceptando la exculpación que la portavoz socialista hace de Zapatero, queda el inequívoco hecho de que quien nos devolvió al corazón de Europa, ese dominado por el malvado eje franco-alemán, no fue otro que Zapatero, quien, de no ser culpable de no haber sabido hacer frente a la crisis, lo sería al menos de habernos puesto en manos de tan malvados derechistas.

El Gobierno se ha negado a reclamar nada a Sarkozy aduciendo que no ha insultado a los españoles y que, como mucho, a quien ha vejado es a Zapatero. Creo que no es así. Si hay insulto, los insultados somos todos, no sólo el expresidente. El ínclito no apareció en La Moncloa por arte de birlibirloque. Lo pusimos ahí los españoles. Y, si la primera vez pudo ser por error, conmocionados por el 11-M, la segunda lo hicimos en plena posesión de nuestras facultades mentales. Habrá quien diga que no le votó en ninguna de las dos ocasiones. Da igual. Zapatero fue quien nos representó a todos, a los que lo votaron y a los que no, durante siete años. De forma que, si fue él quien nos llevó al hoyo donde estamos, es porque nosotros lo pusimos en disposición de hacerlo.

La cuestión, por lo tanto, es si hay o no insulto. Porque lo que no se puede negar es que de una u otra forma lo que ha dicho Sarkozy es verdad. Con esto podría pasar como cuando alguien vilipendia a otro llamándole hijo de tal, que siempre sería una injuria aunque se demostrara que el insultado es en efecto el hijo de una tal. En tal caso, la obligación del Gobierno debería ser la de decir al francés que, aunque fuera cierto que somos idiotas y que en dos ocasiones votamos a Zapatero, que es socialista y nos hundió, usted, gabacho soberbio y vanidoso, no es quién para recordárnoslo. Una cosa es que yo pueda ser imbécil por votar a un tipo así y otra muy distinta es que quien me llame imbécil por haberlo hecho sea usted.

Podría tener sentido reaccionar así, pero son ganas de estar dándole vueltas a si fuimos o no estúpidos al ponernos en manos del solemne cuando ahora a lo que deberíamos dedicar todas nuestras fuerzas es a reparar el mucho daño que nos hizo. Ahora, si los socialistas quieren que el debate político se centre en la bondad del legado de Zapatero y en la supuesta obligación del Gobierno de defenderlo, allá ellos. No les arriendo la ganancia.

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