Pablo Molina
Qué bonito, si fuera cierto
El Gobierno se ha propuesto sancionar a los políticos que incurran en falsedades sobre la gestión del dinero público, sin necesidad de instrucción judicial, lo que supone una auéntica revolución en el paradigma ético aplicado a estos asuntos
Gracias al principio de irretroactividad de las normas, pilar básico de todo Estado de Derecho, la nueva Ley de Transparencia que está elaborando el gobierno no tendrá como consecuencia la desaparición de prácticamente toda la clase política actual, comenzando por el anterior ejecutivo en pleno.
La ocultación de datos contables ha sido la norma habitual observada por la gran mayoría de gestores políticos desde que arreció la crisis económica. Incapaces de ajustar las cuentas públicas a la realidad, al desplome de los ingresos fiscales no han respondido con un ajuste proporcional de las partidas de gasto, sino con el impago de facturas a proveedores para seguir financiando las actividades más diversas como si aquí no hubiera ocurrido nada y la economía siguiera creciendo a niveles de los tiempos de Aznar.
Ahora, el gobierno se ha propuesto sancionar a los políticos que incurran en falsedades sobre la gestión del dinero público, sin necesidad de instrucción judicial, lo que supone una auténtica revolución en el paradigma ético con el que se han tratado estos asuntos en el pasado. Hasta el momento, incluso cuando un político ha sido pillado malversando directamente fondos públicos su partido ha salido a defenderlo bajo la premisa de la presunción de inocencia, y tan sólo cuando el escándalo mediático amenazaba con perjudicar la imagen de la organización en las cercanías de unas elecciones, sus dirigentes han transigido ante el clamor público con la terrible condena de una suspensión temporal de militancia.
El mismo gobierno que hace dos semanas indultó a dos políticos, ladrones contumaces, asegura que a partir de ahora sancionará a los que distraigan algunas facturas en cajones recónditos o no cumplan con las exigencias del déficit, pero eso sí, sólo con unos añitos de inhabilitación para ejercer cargos públicos, siempre que el asunto no prescriba, un tribunal no atienda sus demandas para reparar honores mancillados o su nombre no tenga la fortuna de aparecer en el decreto mensual de indultos del Boletín Oficial del Estado.
Y por ese levísimo tirón de orejas a los falsificadores de cuentas públicas previsto en la futura ley de “transparencia” se supone que todos debemos felicitarnos. Pruebe usted a falsificar un documento privado y ya verá lo que le pasa.
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