Procesiones ateas
A los creyentes les molesta el militantismo ateo, pero quizá debieran considerar su aparición como una señal de que el ciclo de la secularización está cambiando
Una de las curiosidades de los tiempos que corren es el surgimiento de una militancia atea dispuesta a imitar, y en más de lo que parece, a la religión. Como agnóstica de larga data, esos grupos y sus líderes espirituales me intrigan por su beligerancia. Por ese fervor misionero, muy similar al propiamente religioso, aunque también característico de las religiones seculares que vehicularon las ideologías políticas del siglo XX, y que resulta chocante tratándose, como se trata, de no creyentes a los que se supone, en general, escepticismo. Su celo se manifiesta en sus gestos más publicitados –y publicitarios-, como las llamadas “procesiones ateas”, denominación que sería un sinsentido si no fuera porque, en efecto, se convocan como réplica a procesiones u otros actos religiosos. Se diría que a través de esas irrupciones en el espacio público buscan la conversión a la (falta de) fe auténtica.
Para mí, que esos actos pintorescos, con su punto folclórico, hacen más daño a su propia causa que a la religión, pero en atención al orden público, y dados los precedentes, ha hecho bien la delegación del Gobierno de Madrid en prohibir la marcha antirreligiosa que se convocaba en coincidencia con las procesiones de la Semana Santa. Un par de grupos anarquistas, la Asociación Madrileña de Ateos y Librepensadores, una Asamblea Vecinal la Playa de Lavapiés, y el grupo La Tetera de Russell, no parece un conjunto muy serio, pero tienen su derecho de manifestación, que no es lo mismo, desde luego, que la contramanifestación a la que aspiraban. Y con la que, sin duda, esperaban concitar la atención de los medios. La tendrán de todos modos cuando desfilen. A las cámaras les encanta el espectáculo.
Ya metidos en extravagancias, la propuesta más notable que se haya hecho desde el ateísmo militante, es la de erigir un templo ateo en la City de Londres. La presentó el pasado enero el escritor Alain de Botton. Él es hombre de posibles y además está recaudando para el proyecto, de modo que cualquier día, el centro financiero de la capital británica dispondrá de un lugar de culto para los no creyentes. Vendría a llenar el hueco dejado por la desaparición de los restos de la iglesia de la Humanidad de Comte. Y a confirmar algo que escribía uno de los polemistas antirreligiosos del momento, Michel Onfray: "Muchos de los militantes de la causa laica guardan un asombroso parecido con el clero. Peor aún: parecen caricaturas de clérigos".
A los creyentes les molesta el militantismo ateo, pero quizá debieran considerar que su aparición, cuando ya se daba por distanciadas de la religión a las sociedades de Occidente –exceptuada la norteamericana-, es una señal de que el ciclo de la secularización está cambiando.
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