El fiscal del caso Urdangarin, don Pedro Horrach, ha presentado un escrito en el Juzgado de Palma donde explica muy bien por qué la infanta no debe ser imputada. Los argumentos del representante del Ministerio Público son discutibles, pero démoslos por buenos. En cualquier caso, está en lo cierto cuando afirma que el cónyuge del imputado no tiene por qué ser responsable de los mismos delitos. Y puede que tampoco se equivoque cuando afirma que nada hay en el sumario de donde deducir que la infanta conocía la supuesta actividad delictiva de su esposo.
Muy bien. Pero, ¿por qué no se lo preguntan? Al fin y al cabo, la infanta era vocal del Instituto Nóos y secretaria del consejo de administración de Aizoon, dos puestos que, si es verdad que no tienen por qué haberla conducido a delinquir, sí pueden haberle permitido conocer algo de la actividad delictiva que presuntamente ha tenido lugar por medio de esas dos entidades. Es verdad que la infanta no está obligada a declarar contra su marido, como no lo está ninguna esposa. Y que, como miembro de la familia real, goza del privilegio de poder declarar por escrito, pero eso no es óbice para ser llamada como testigo.
La cuestión es que, si le preguntaran, la infanta tendría que decir algo. Y eso es lo que el sistema, con su escudo, quiere evitar. De verse obligada, dispondría de tres opciones. La primera sería la de no decir nada y acogerse a que no está obligada a declarar contra su marido. Esto es perfectamente legal, pero tiene el inconveniente de que, frente a la opinión pública, implicaría que oculta algo. La segunda sería decir que no sabe nada, pero esto tiene la desventaja de que, como testigo, tiene la obligación de decir la verdad, a diferencia de su marido, quien por estar imputado puede legalmente mentir. Si luego se descubre que fue un embuste, habría que acusarla, cuando menos, de falso testimonio. Y le cabe, por último, contar lo que sabe, cosa que como miembro de la familia real, puede hacer por escrito, escogiendo cuidadosamente las palabras. Esta opción sólo sería aconsejable si hubiera seguridad de que no servirá para poner una soga al cuello del marido o incluso de ella misma. Así que, ni el juez ni el fiscal parecen dispuestos a correr riesgo alguno.
Está claro que, si no fuera infanta de España, doña Cristina ya habría sido llamada a declarar, cuando menos, como testigo, aunque probablemente lo habría hecho como imputada para que acudiera con abogado y protegida ante cualquier mentira que dijera. De momento, el sistema prefiere que no tenga que ir en ninguna de esas dos calidades. Sin embargo, en el fondo, este exceso de protección está poniendo en evidencia, no a la infanta, sino al monárquico sistema que la ampara, pues demuestra cada vez más que Su Majestad no tenía razón cuando decía que en España la Ley es igual para todos. Feo asunto.
El Sr. Campmany es jurista, escritor y periodista. Su última novela publicada es Quién mató a Efialtes (Ciudadela, 2011). Miembro del panel de Opinión de Libertad Digital.