Carmelo Jordá
Odio sindical a Aguirre
Cuanto más violentas son las declaraciones de los sindicalistas, menos eco encuentran entre los ciudadanos; y cuanto más salvajes son sus huelgas, mayor es el descrédito de UGT y CC OO entre los trabajadores
Los sindicatos en particular y la izquierda en general sienten un odio incontrolable por Esperanza Aguirre. En realidad, sienten ese odio por cualquiera que ose enfrentarse a su paradigma ideológico: pueden aguantar, mal, que alguien les arrebate el poder, pero encuentran insoportable que se desbarate la mentira en la que viven y nos hacen vivir.
Por eso centran sus ataques más virulentos contra la única política de España que planta cara no sólo en las urnas, sino de cara a la opinión pública; la única política que reclama para la sociedad española un verdadero cambio: dejar atrás el caduco socialismo intervencionista y adentrarnos en un modelo liberal–conservador más justo, más libre y, por supuesto, mucho más eficaz a la hora de generar prosperidad.
Esta táctica de la confrontación permanente no ha funcionado, más bien al contrario: elección tras elección los partidos que representan a esta izquierda más cerril y cavernícola van obteniendo peores resultados.
Los sindicatos, por su parte, fracasan igualmente tanto en sus convocatorias de huelga (la última general fue una caricatura) como, y más importante, en su capacidad para influir en la opinión pública: cuanto más violentas son sus declaraciones menos eco encuentran entre los ciudadanos; y cuanto más salvajes son sus huelgas mayor es el
descrédito de UGT y CCOO entre unos trabajadores que ya no se identifican con esa dialéctica de enfrentamiento con los empresarios, más propia del siglo XIX que del XXI.
Así, están dispuestos a hacerle una huelga a Esperanza Aguirre por una reforma laboral que ella no ha diseñado ni promulgado, porque saben que la presidenta de Madrid les ha hecho más daño del que, con reformas o sin ellas, les va a hacer el gobierno de Rajoy.
Porque es muy probable que la reforma laboral les haga daño, y seguro que un cambio en los cursos de formación con los que tan generosamente se financian les haría mucho más; pero lo que de verdad les ha supuesto una amenaza es que los ciudadanos descubran que esos sindicalistas que pretenden hablar en su nombre no les defienden y no les protegen: defienden y protegen su descomunal entramado de intereses, su gigantesco chiringuito.
Y seguramente fracasarán, pero el odio, el insulto y la confrontación son las únicas herramientas que están en condiciones de enarbolar: ni hay una base ideológica que merezca tal nombre ni, como hemos dicho, una preocupación sincera por aquellos que tenemos que ganarnos la vida vendiendo nuestra capacidad de trabajo.
Además, claro, de no soportar a esa mujer valiente que ha logrado resultados electorales espectaculares en Madrid y que, sobre todo, está arrinconando intelectualmente a la izquierda en el desván político en el que, tras fracasar en todo el mundo y también en España, debería estar durante muchos años.
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