La reforma de la Justicia planteada por Gallardón, aunque me parezca positiva en términos generales, tiene importantes limitaciones que van a mermar buena parte del alcance que algunos esperan de ella. Una de las medidas más aplaudidas e importantes en ese paquete de reformas es el restablecimiento de la formula de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, gracias al cual la mayoría de ellos volverán a ser elegidos por los propios jueces y magistrados, tal y como ocurría hasta 1985.
Aunque esta reforma pretenda ser, ciertamente, mucho más acorde a la separación de poderes que debe imperar en un auténtico Estado de Derecho y refleje mucho mejor la letra y el espíritu del artículo 122 de la Carta Magna, de poco servirá si sólo es operativa bajo los gobiernos del partido que la ha impulsado. La auténtica separación de poderes no es la que puede establecer un determinado gobierno y derogar el siguiente, sino la que resiste la sucesión de mayorías transitorias. De poco servirá resucitar a Montesquieu si, con la misma facilidad, se le puede volver a enterrar en cuanto el gobierno cambie de color. Es más. De muy poco servirá que lo resucitemos si durante ese tiempo la separación de poderes no afecta al máximo órgano encargado de interpretar la constitucionalidad de sentencias y normas como es el Tribunal Constitucional.
Y es que la autonomía que Gallardón concede al poder judicial sólo afecta al CGPJ y, a través de este, al Tribunal Supremo, no así al Tribunal Constitucional, cuyos miembros seguirán siendo designados en su totalidad por el poder político. Y no nos engañemos: De todos los estragos que ha causado la politización de la Justicia, los mayores los ha provocado el Tribunal Constitucional. Para empezar fue este el que hizo la rocambolesca interpretación del articulo 122 de nuestra Carta Magna que permitió al gobierno de González pasar a un sistema de elección, por el que, no ocho, sino los 20 vocales del CGPJ eran elegidos por el parlamento. Ya antes había sido el Constitucional el que había dado su visto bueno a esa primera quiebra de nuestro Estado de Derecho que constituyó el latrocinio de Rumasa. Fue el Constitucional el que, a conveniencia de un gobierno empeñado en mantener "contactos con el MLNV", sacó a la calle a la justamente encarcelada mesa nacional de HB; Fue la politización del Constitucional la que animó a socialistas y nacionalistas a impulsar y en buena parte, aprobar, un estatuto abiertamente anticonstitucional como es el estatuto de autonomía catalán. Fue la politización del Constitucional la que ha permitido dejar en papel mojado la Ley de Partidos y la sentencia de ilegalización de Bildu dictada por el Supremo.
Lo paradójico es que sea la propia Constitución la que consagre, aun exigiendo mayorías cualificadas, la designación política de los miembros del Tribunal Constitucional. Lo triste es que sea la misma Carta Magna, que -se supone- debe establecer normas y derechos frente a mayorías transitorias, la que confiere a estas el poder de designar a quienes deben ser sus garantes. Por todo ello, si no pretendemos una separación de poderes limitada en su alcance e intermitente en su vigencia, lo que se debería llevar a cabo es una reforma constitucional para que entre Jueces y magistrados se eligieran a los miembros del Tribunal Constitucional. Eso, o conceder carácter vitalicio a sus miembros o, directamente, suprimirlo para que el fuese el Tribunal Supremo el que asumiera sus competencias.
Claro que, para cualquiera de esas opciones, se requeriría que, al menos, los dos principales partidos políticos tuvieran alturas de miras y fueran igualmente conscientes de lo necesaria que es una auténtica división de poderes. Pero eso es, precisamente, lo que no tenemos. Aquí solo tenemos a los que quieren ver enterrado a Montesquieu y los que se contentan con sacar de paseo a su cadáver.