Mucho duraba el arrojo de los jueces del Supremo. Da la impresión de que tras expulsar justísimamente de la carrera a Garzón, la constancia de su episódico valor los anonada. Hoy, en uno de esos bandazos típicos de la judicatura política o del politiquerío judicial –hay excepciones, todavía más valiosas por el hecho de serlo, pero la regla no es la honradez intelectual ni el decoro cívico– el Supremo ha decidido archivar la causa por cohecho impropio y extorsión de bancos y empresas durante el periplo neoyorquino de Garzón. La excusa formal: que la querella contra el juez estrella se presentó 25 días tarde. La realidad intuida o deducida: que estos jueces cooptados por la casta política para juzgarlos –repito, con nobles excepciones– sólo compensan la politización estructural con el corporativismo patológico. Y de vez en cuando, sin caer en el vicio, hacen justicia.
La doctrina albertosina de la prescripción del delito en función del calendario y según la interpretación de los merlines de los estrados se creó, según opinión muy asentada , para salvar de la cárcel a un amigo del Rey. En materia fiscal es lógica, y aún mejorable, la prescripción, porque Hacienda suele pasear fuera de la Ley y el contribuyente está pavorosamente indefenso ante el Fisco. Pero si un asesinato no prescribe, ¿cómo podrá hacerlo la corrupción de un juez que puede dictar sentencia –o venderla– sobre ese asesinato? ¿Cómo puede un ciudadano acercarse a la Administración de Justicia con respeto si sabe que el peor delito del juez, la prevaricación, caduca según decidan sus colegas? ¿Cómo puede prescribir el crimen peor de un juez, que es el de perpetrar o amenazar con sentencias injustas a sabiendas y lucrarse con ello? Si la inhabilitación de Garzón se anulara, ¿iría alguien a su juzgado sin cartera? Querido Emilio: ¿te atreverías?