Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, adoptó una visión absolutamente dislocada sobre la riqueza y la pobreza. Se trata de una visión nefasta que persiste hasta el día de hoy.
Lo comentaba la semana pasada Pedro de Tena en Es la noche de César. Los siglos de catolicismo habían creado en la sociedad andaluza un sentimiento indudable de aversión a los ricos que, por añadidura, veía con favor a los que decían defender a lo pobres. Como tantas características de la mentalidad católica en España, al final, quien se había aprovechado de ella era el PSOE. Según Pedro de Tena –y no puedo más que darle la razón–, ese pauperismo había creado un caldo de cultivo que favorecía a los socialistas ya que, en teoría, era a los pobres a quienes ellos defendían. Coincido con el análisis de Pedro de Tena en cuanto a las raíces de tan funesta visión, pero, a la vez, me permitiría añadir otras dos nefastas consecuencias de ese pauperismo: la hipocresía y la envidia.
Teóricamente, ser pobre era algo espiritualmente magnífico –continua siendo uno de los tres votos de la vida religiosa y uno de los supuestos consejos de perfección– pero, anunciado por la institución que tenía la mayor acumulación de riquezas de la época (muchas veces por encima de reyes y emperadores) y que, además, disfrutaba de privilegios fiscales sin comparación, no dejaba de resultar, se mire como se mire, un tanto cínico. A decir verdad, como señalaba Zefirelli en el final de su Hermano sol, hermana luna, al final resultaba que la existencia de algunos pobres espirituales constituía la pantalla perfecta para acumular riquezas y, a la vez, evitar que los pobres se marcharan en busca de terrenos espirituales más sustanciosos. Se trataba de una conducta hipócrita también claramente visible en la izquierda cuando clama por los descamisados mientras se llena los bolsillos con el dinero que sale de nuestros impuestos y así verifica que es, en no pocos aspectos, un retrato en negativo de la iglesia católica. Pero la maldición no concluye ahí. Hasta el más tonto de los miserables era consciente de que había gente que vivía en la abundancia y que no parecía sentirse mal y ahí surgió la envidia, una envidia que, supuestamente, tenía legitimación teológica y que llega hasta la actualidad. En no escasa medida, sectores nada pequeños de nuestra sociedad se desgarran mental y espiritualmente entre los gritos de que los pobres son la sal de la tierra, la codicia que sienten - y que desearían satisfacer – y la envidia hacia aquellos que tienen un buen pasar y que, solo por eso, tienen que ser malos.
Vaya por delante, que semejante visión nada tiene que ver con la Biblia y no pasa de ser una lectura perversa de los textos sagrados más influida por cínicos como Diógenes que por los profetas de Israel o Jesús. Es cierto que la Biblia previene contra el amor al dinero y que señala que no se puede servir a las riquezas como si fueran Dios porque esa conducta es equivalente a la idolatría. Igualmente, la codicia aparece condenada en el Decálogo y se enseña que hay que utilizar los bienes propios para socorrer a los necesitados. Con todo, hasta ahí llegan sus advertencias. Ir más allá es corromper su mensaje y abocar a una sociedad al punto donde, por desgracia, nos encontramos. Cualquiera que haya leído la Biblia, sabe que ésta enseña que Abraham, el "amigo de Dios" era "riquísimo en ganado, plata y oro" (Génesis 13: 2). Esa riqueza no era una desgracia que pusiera en peligro su relación con el Altísimo porque Abimelec pudo afirmar aquello "y YHVH ha bendecido mucho a mi señor, y él se ha engrandecido; y le ha dado ovejas y vacas, plata y oro, siervos y siervas, camellos y asnos" (Génesis 24: 35).
Lo sucedido con Abraham no constituía una excepción. A decir verdad, la prosperidad económica era una de las bendiciones prometidas por Dios al pueblo de Israel en el caso de que fuera fiel a la Torah. De hecho, ésta afirma: "Te acordarás de YHVH tu Dios; porque Él te da la fuerza para ganar riquezas a fin de confirmar su pacto que juró a tus padres, como en este día" (Deut 8: 18).
Son sólo botones de muestra dentro de un grupo innumerable de ejemplos. ¿Acaso no dice I Reyes 10: 23 que el rey Salomón "sobrepasaba a todos los reyes de la tierra tanto en riquezas como en sabiduría"? ¿No señala cómo Dios recompensó a Job por su fidelidad en medio de las más terribles pruebas multiplicando sus riquezas (Job 42: 10-17)? ¿No afirma tajantemente el libro bíblico de los Proverbios que "riquezas y honra y vida son la remuneración de la humildad y del temor de YHVH" (Proverbios 22. 4)?
Precisamente por eso, las naciones que abrazaron la Reforma experimentaron un cambio radical a la hora de contemplar la riqueza y la pobreza. Por supuesto, asumieron todas las enseñanzas en contra de la codicia y a favor de ayudar al prójimo, pero rechazaron de plano el pauperismo, la alabanza de la pobreza o el resentimiento hacia los que habían triunfado en la vida. No se me ocurriría cuestionar que la envidia o el rencor puedan existir en naciones como Gran Bretaña, Estados Unidos, Holanda, pero la mentalidad general es muy diferente, entre otras razones, porque no tuvieron una iglesia única y oficial que podía, a la vez, acumular riquezas extraordinarias, por un lado, y acuñar insensateces como la denominada "opción preferencial por los pobres", por otro. Tampoco consideraron que la pobreza fuera una bendición que acercaba más al Altísimo – si es así, desde luego, habría que preguntarse porque hay que abandonarla - sino más bien una situación de la que había que salir cuanto antes. No deja de ser significativo que mientras la Europa de la Contrarreforma mantenía la sopa de los conventos con una visión asistencial, la Europa de la Reforma comenzó a crear talleres para que trabajaran los pobres porque recordaba la enseñanza paulina de que "el que no quiera trabajar que tampoco coma" (II Tesalonicenses 3: 10). Quizá por eso, a sus legisladores siempre les ha preocupado más que la gente pudiera encontrar trabajo que el que tuvieran cobertura de desempleo…
En esas naciones reformadas –cuya manifestación más cuajada son los Estados Unidos-, el hecho de ansiar salir de la pobreza, de saber abrirse camino en la vida, de trabajar con empeño, de crear una empresa, de ganar dinero con ella –incluso mucho dinero– se ha visto durante siglos como una trayectoria digna y admirable. Es más, resulta incomprensible que alguien piense en tomarse un descanso laboral aprovechando que cobra el seguro de desempleo o que no esté buscando trabajo inmediatamente en lugar de las posibles ayudas sociales. España, por el contrario, se ha ido configurando, siglo a siglo, como una sociedad herida por la envidia, en la que todavía hacer demagogia con la pobreza rinde réditos electorales y donde los que han tenido o tienen grandes riquezas -tanto los progres como la iglesia católica– no pocas veces predican la solidaridad con el prójimo a la vez que protegen sus patrimonios nada desdeñables en SICAVs, algo, dicho sea de paso, bastante lógico tal y como está el panorama fiscal. Y seamos ecuánimes, tanto los unos como la otra han intentado e intentan también remediar pesares del prójimo aunque para ello recurran al dinero de los contribuyentes o al de sus fieles.
Si España –y no sólo España– desea cambiar, debe cambiar también esa mentalidad pauperista que, al fin y a la postre, sólo genera codicia, hipocresía y envidia porque la inmensa mayoría de los que la propugnan no se caracterizan precisamente por abandonar todo sino más bien por lo contrario. Sin embargo, para que se produzca ese necesario – verdaderamente indispensable - cambio de mentalidad también deben operarse otros a los que seguiré refiriéndome en próximos capítulos.
Continuará