"Cuando las circunstancias cambian yo cambio de opinión, ¿usted qué hace?". Alguien debería explicarle a Rubalcaba –y con premura– que ese aserto no salió de los labios de Angela Merkel, sino de los de un tal John Maynard Keynes. Clama airado don Alfredo que la derecha no sigue un plan. Y otro tanto andaba predicando Chacón antes de agarrar la pataleta y encerrarse en el cuarto de las muñecas a llorar. Quién sabe, acaso inconsciente nostalgia de aquellos gloriosos planes quinquenales de los tiempos del socialismo real. Un asunto, ese del plan, nada baladí contra lo que pudiera parecer. Y es que en el discurso político, igual que en el psicoanálisis, los detalles en apariencia nimios desvelan las realidades más hondas.
A imagen y semejanza de los doctrinarios de todos los partidos, creen los socialistas que el universo tangible tiene la obligación de someterse a las fórmulas que ellos han dibujado antes en un pizarrín. Buenos racionalistas cegados por la vanidad del pensamiento ilustrado, viven en la fantasía de que la política todo lo puede enderezar. Barruntan que es una técnica, algo así como una ingeniería de la mecánica social. Un vademécum en el que basta con elegir las recetas adecuada para que todo lo demás nos sea dado por añadidura. Pero se equivocan. Ignoran que la política desciende del rito y no del silogismo, tal como ha escrito con alguna brillantez Jesús Silva Herzog, el glosista hispano de Oakeshott.