En las anteriores entregas, he ido desarrollando brevemente las razones que explican nuestros numerosos puntos de coincidencia con naciones como las que integran el grupo de las PIGS o de Hispanoamérica a la vez que nos distancian de otras como Gran Bretaña, Suecia, Dinamarca, Alemania, Noruega, Holanda o los Estados Unidos. En la última, inicié la enumeración de las condiciones que nos permitirían borrar los aspectos negativos de esa diferencia y ayudarnos a parecernos a los más positivos de naciones occidentales como las mencionadas. Si la primera era la asunción veraz de nuestro pasado, la segunda es la aceptación del imperio de la ley y la supresión de privilegios.
Históricamente, España ha sido una nación cuya trayectoria ha discurrido, en no escasa medida, de espaldas al imperio de la ley e inmersa en la aceptación de los privilegios y de lo que he denominado "tuertismo" a la hora de juzgar esa circunstancia. Semejante configuración social es un fruto directo del orden medieval en el que el feudalismo, por un lado, y la supremacía espiritual de iglesias como la católica o la ortodoxa consagraron la existencia de una serie de estamentos y territorios con derechos bien diferentes. Para los empeñados en pintar la Edad Media como una Era dorada en el que poder político estaba sometido al papal en todos los órdenes, semejante realidad es magnífica. El problema es que la verdad histórica se acerca más al terreno de lo horripilante que al de lo ejemplar y, en términos meramente jurídicos, implicó un atraso de siglos que nos condujo a códigos mesopotámicos como el de Hammurabi y que arrojó por la borda conquistas legales como las recogidas en la Torah de Moisés o incluso el derecho romano. Lejos de avanzar hacia la igualdad ante la ley, la Edad Media consagró –y legitimó– un orden sustentado en el privilegio, es decir, la norma privada.
Semejante cosmovisión recibió un golpe de muerte con la Reforma del siglo XVI y no podía ser de otra manera porque cuando, por ejemplo, Lutero escribió que el trabajo realizado por la mujer que limpiaba la iglesia era tan importante como el del clérigo que predicaba no sólo enaltecía enormemente cualquier labor honrada encaminada a ganarse la vida sino que, por añadidura, daba un paso de gigante en la desaparición de la sociedad estamental y con clases legalmente privilegiadas, en la igualdad ante la administración de justicia y en el imperio de la ley. Esas conquistas jurídicas explican, por ejemplo, las revoluciones puritanas del s. XVII en Inglaterra o la americana de finales del s. XVIII. En otras naciones que no experimentaron el impacto de la Reforma, el proceso se retrasó siglos o incluso, como es el caso de España, nunca ha terminado de cuajar por completo.
Ciertamente, los liberales españoles habrían deseado crear ese estado moderno a partir de la Constitución de Cádiz de 1812, pero, al aceptar que determinados elementos sociales mantuvieran sus privilegios jurídicos, impidieron esa posibilidad. Fue José María Blanco White, amigo íntimo de Argüelles "el divino", el que le advirtió –y acertó de lleno– que la constitución gaditana estaba condenada al fracaso desde el momento en que se había negado a recoger – como en Inglaterra, Francia o Estados Unidos –la libertad religiosa para así satisfacer a la Iglesia católica. Semejante paso implicaba entregar lo más preciado en un ser humano –la conciencia– a una institución privilegiada que no dudaría en aliarse con el rey a su regreso para aniquilar el sistema liberal. Se trataba de un pronóstico pesimista y triste, pero resultó indudablemente certero. Fernando VII –y los absolutistas que lo sucedieron como su hermano Carlos– tuvo como aliado primordial a una Iglesia católica determinada como fuera a impedir la creación de un estado liberal que, por definición, tenía que acabar con su situación privilegiada. En no escasa medida, ese factor explica buena parte de la Historia de España durante el s. XIX y buena parte del siglo XX.
Con todo, la idea del privilegio no era exclusiva de la monarquía o de la Iglesia católica. A decir verdad, estaba ya tan incrustada en la mentalidad hispánica que la misma izquierda no tardó en articularse con una visión de privilegio aunque orientada en otra dirección.
Muchos de esos privilegios se mantuvieron incluso en la Constitución de 1978 por razones comprensibles en su día. Sin embargo, actualmente, si deseamos que España deje de ser diferente en el peor sentido del término no pueden seguir manteniéndose. A decir verdad, deben desaparecer:
Los privilegios regionales
Una de las grandes desgracias de España es el mantenimiento de privilegios regionales de lejano origen medieval, de apoyo cerrado por parte de la Iglesia católica antes, durante y después de las guerras carlistas, y de condición absolutamente intolerable en un régimen democrático. A día de hoy, no es de recibo que las Vascongadas y Navarra posean un régimen fiscal distinto y privilegiado – el denominado "pufo vasco" por Miguel Buesa –basado en unos presuntos derechos territoriales que nos retrotraen en su concepción jurídica al foralismo medieval. Si a esto añadimos las pretensiones del nacionalismo catalán de obtener un privilegio semejante, podemos captar el tremendo daño que esa situación causa –y causará– a la nación.
Todavía menos de recibo es que en esas regiones se produzca la privación de derechos a determinados segmentos sociales –como los no catalano-parlantes– por cierto, todo hay que decirlo con el respaldo cuando no el aplauso de sus respectivos episcopados.
Las distintas regiones o CCAA o como puedan llegar a denominarse en el futuro esas entidades territoriales no pueden disfrutar de privilegios y menos en materia tan delicada, sensible y necesaria como la fiscal o la lingüística y mientras esos privilegios no desaparezcan España no será totalmente una nación de ciudadanos libres e iguales.
Los privilegios sindicales y patronales
Tampoco resulta aceptable que determinados entes sociales de creación relativamente reciente se hayan convertido en estamentos privilegiados que viven del esfuerzo de los ciudadanos como antaño la aristocracia del Tercer Estado. Sin entrar en la cuestión de si practican o no un sindicalismo acorde con los tiempos, lo que resulta obvio es que no puede seguir manteniéndose a los sindicatos y a la patronal con cargo al erario público. Semejante idea era lógica en el corporativismo fascista de Mussolini o en el régimen católico de Franco que se esforzaba por unir en el mismo ente a los denominados "productores" y a los empresarios. Carece, sin embargo, de justificación; choca con los ejemplos del derecho comparado y sirve sólo para articular un sistema costoso de privilegiados. Los sindicatos y la patronal –pese a quien pese- deben mantenerse de las cuotas de sus afiliados y no de una financiación privilegiada.
Los privilegios políticos
Junto a los privilegios de unas regiones sobre otras y de unos estamentos económicos sobre otros, encontramos los privilegios de diputados y senadores y otras figuras políticas.
Estos privilegios son, fundamentalmente, de tres órdenes: penal, fiscal y económico. Penalmente, los miembros del poder legislativo siguen disfrutando del privilegio de aforamiento que les permite eludir su sometimiento a un procedimiento penal como el que es de aplicación para el resto de los ciudadanos. Tal situación es imposible de sostener a día de hoy. Comprensible a inicios del siglo XIX para protegerse del absolutismo regio –pero inoperante, a fin de cuentas, porque el rey absoluto persiguió exactamente igual a los liberales con la colaboración de la Santa Inquisición si así era preciso– hoy en día no es sino un privilegio injusto e injustificado. Episodios como los de Felipe González en relación con los GAL, de Jordi Pujol en relación con Banca Catalana, de los diputados de HB protegidos por el PNV en el parlamento vasco o de José Blanco en relación con Campeón constituyen ejemplo de unos privilegios intolerables.
Económicamente, los miembros del legislativo también se benefician de exenciones y bonificaciones fiscales fuera del alcance del ciudadano medio. Por último, en el terreno económico, los miembros del legislativo son objeto de una cobertura social en caso de desempleo y de unas pensiones doradas de las que tampoco disfrutan los ciudadanos de a pie. Han venido así a constituir una neo-aristocracia que recoge los privilegios de las de otros tiempos: mejor tratamiento penal, mejor tratamiento fiscal y mejor tratamiento económico.
Los privilegios en la percepción de los caudales públicos
Como sucedía en la sociedad estamental, también en la española de inicios del s. XXI existen segmentos que son objeto de privilegios relacionados con los caudales públicos. En ocasiones, el privilegio se recibe como una merced que ahora es denominada subvención; en otros, como una exención. En este último caso, el ejemplo más claro es el que presentan las SICAV, un organismo creado por el gobierno socialista de Felipe González para ayudar a los más ricos a pagar menos impuestos y del cual se benefician actualmente desde conocidos cineastas "progresistas" a la Iglesia católica que cuenta con varias.
Con los matices que se quiera señalar, lo cierto es que la existencia de estos mecanismos legales de privilegio económico resulta, sencillamente, bochornosa, pero que además pueda perpetuarse en momentos como los actuales constituye un verdadero escándalo.
Los privilegios de la monarquía
En el capítulo de los privilegios medievales que han resistido el paso del tiempo ocupa un lugar nada desdeñable la impunidad del rey. Aunque la monarquía española es formalmente constitucional, no resulta menos cierto que el actual rey no quiso renunciar a un privilegio que arrancaba de la época de Franco y que consistía en la irresponsabilidad del Jefe de Estado por sus actos. Mientras que en Estados Unidos, el presidente puede ser objeto de impeachment y de un proceso penal y que ese principio de sometimiento de todos los ciudadanos al imperio de la ley se recoge en otras legislaciones comparadas, en España seguimos manteniendo una situación de privilegio que no es de recibo.
Los privilegios por razón de religión
Algo muy similar a lo señalado en los apartados anteriores sucede en el terreno de los privilegios por razón de religión que en España están circunscritos de manera única y exclusiva a la Iglesia católica.
El apoyo a los partidos nacionalistas –sin excluir a ETA– el abandono del barco del franquismo, los Acuerdos que sustituyeron al Concordato y el papel representado en la Transición por la Iglesia católica resulta totalmente incomprensible si no se tiene en cuenta el deseo de salvar en el nuevo régimen democrático los muchos muebles acumulados durante un régimen, el de Franco, en que llegó a ser un estado dentro del estado. La Constitución de 1978 privó a la Iglesia católica de su condición de religión oficial, pero la mantuvo en una situación de privilegio frente a cualquier otra confesión y, sobre todo, encajonó el ordenamiento jurídico español en un sistema pactista que permitiera sustituir el Concordato por unos Acuerdos que al ser suscritos por la Santa Sede contaban con rango de derecho internacional y, por lo tanto, están por encima de la Constitución española.
Es muy posible que esa salida en 1978 fuera la más adecuada, pero, a día de hoy, esa situación de privilegio es insostenible por varias razones. En primer lugar, porque otorga a la Iglesia Católica no sólo frente a otras confesiones sino frente a otras personas jurídicas una situación de privilegio en el terreno fiscal. No se trata sólo de sus SICAV sino de la inclusión de una casilla en la declaración del IRPF o de las cantidades –jamás publicadas, jamás calculadas de manera global– que recibe por otros conceptos como la restauración de templos, la subvención de centros de enseñanza, la entrega de dinero público para ONGs relacionadas con la misma y un largo etcétera. Por añadidura, la casilla del IRPF ni es el impuesto religioso alemán –un sistema mucho más justo, aplicable a distintas confesiones y que permite saber los fieles dispuestos a costear su religión– ni tiene una alternativa sensata ya que los gastos de interés social pueden ser los hipopótamos de Trinidad Jiménez. El judío, el protestante, el agnóstico, el ateo o el simplemente partidario de la separación entre iglesia y estado debe escoger entre financiar a una confesión que no es la suya o a las dictaduras hispanoamericanas. Sin duda, semejante panorama favorece a la Iglesia católica, pero no puede decirse que sea justo ni razonable.
A estas alturas de nuestra Historia, sería mucho más sensato –y, desde luego, democrático– adoptar un sistema de separación total de iglesia y estado como el que existe en Estados Unidos aunque eso signifique, por ejemplo, una exención de impuestos para las distintas confesiones religiosas. En última instancia, lo más razonable es que sean los fieles de cada religión los que la mantengan si es que la Providencia no está dispuesta a hacerlo. No parece, por el contrario, que los contribuyentes deban cargar con ese gasto cuando se trata de una cuestión íntima que cada uno también íntimamente –y se supone que con entusiasmo incluso– debe costear o no de acuerdo con su conciencia.
Me consta que no faltarán los taliban que interpretarán mis palabras como un ataque frontal contra el catolicismo e incluso, como ha escrito algún majadero, como una colección de argumentos para el exterminio del catolicismo en España, afirmación esta última que denota lo poco que cree, en el fondo, en la persistencia de una confesión religiosa sin el apoyo directo y privilegiado del poder civil. A pesar de todo, esas reacciones me dejan indiferente ya que, a fin de cuentas, no se puede evitar, como señaló Kipling, "escuchar toda la verdad que has dicho, tergiversada por malhechores para engañar a los necios". Por añadidura, me consta que no muchas personas, incluidos católicos, pueden decir que han defendido con tanto denuedo la libertad de los fieles católicos, de manera pública y expresa, cuando han sido objeto de burlas o vejaciones en España. Se trata de un comportamiento que he adoptado en el pasado y que seguiré adoptando en el futuro cada vez que haya fanáticos dispuestos a injuriar, burlarse o atacar a otros por razón de la religión que practican. Se trata de una conducta que me ha sido agradecida en docenas de ocasiones por católicos que no eran más papistas que el papa, que no se dedican a ayudar a Dios a llevar la contabilidad de los que se salvan y que no pasaban más tiempo observando al prójimo para ver los pecados que descubren que haciendo el bien. Sin ir más lejos, esta semana, tuvimos en Libertad digital como pareja invitada de la semana al párroco y al sacristán de una parroquia del este de España y, difícilmente, habrían podido estar más agradables conmigo asegurándose, por ejemplo, que todos los días, tras concluir la misa de las 19:30, conectan esRadio para escuchar mi programa. Es fácil saber de dónde venían, pero permítaseme omitir su origen a fin de que los taliban que quieran avisarles de mi maldad teológica se tomen por lo menos la molestia de buscar el dato en la página web del programa.
Dicho todo esto, mi defensa de la libertad de conciencia no me ciega ante dos circunstancias que considero indispensables.
La primera es la veracidad en el análisis histórico que, en mi caso no es tuerto como sucede con otros y que no va a exculpar jamás atrocidades históricas como la Expulsión de los judíos en 1492 o la quema de protestantes en la España de la Contrarreforma porque ZP impulsara una ley de Educación para la Ciudadanía, cuyos objetores, por cierto, fueron abandonados por la Conferencia Episcopal en la segunda legislatura del ahora vigilante de nubes; y la segunda es mi firme convicción de que los católicos españoles serán mucho mejor católicos cuando su iglesia deje de disfrutar los privilegios que ha disfrutado durante siglos a lo largo de la Historia de España.
Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de Estados Unidos y en lugar de pedir a Blázquez que censure el estado matrimonial de Soraya Sáenz de Santamaría y otros, le afearán en público el que no defendiera a las víctimas de ETA en todo lo que estuvo al alcance de su mano como me han hecho saber algunas de ellas.
Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de Estados Unidos y sentarán en el banquillo a los sacerdotes y obispos relacionados con los abusos de menores, en lugar de minimizar unos hechos criminales apelando a la escasa proporción de delincuentes de ese género repugnante que puede haber entre el clero.
Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de Estados Unidos y, como J. F. Kennedy ya en los años sesenta del siglo pasado, se darán cuenta de que la enseñanza religiosa no debe ser pagada por el Estado sino por los que la disfrutan.
Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de Estados Unidos y no enfocarán la situación política sobre la base de lo que afirma la Santa Sede –tantas veces errada en sus juicios temporales- hasta el extremo de condenar la intervención en Irak, que sólo veinticuatro horas antes apoyaban, porque el papa se había pronunciado en sentido contrario, episodio éste que viví de cerca en la cadena COPE y que no constituyó ni mucho menos una excepción.
Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de Estados Unidos y mantendrán a su iglesia como hacen los fieles de otras confesiones religiosas y como es su obligación. Y es que debo confesar que pocas cosas me causan mayor pesar que el ver que judíos y protestantes españoles sufragan animosos los gastos de sus respectivas confesiones mientras que no lo hacen los católicos a pesar de que han tenido siglos para conseguirlo.
Al fin y a la postre, el día en que desaparezcan los distintos privilegios –regionales y políticos, sindicales y patronales, regios y religiosos– España habrá dado un paso extraordinario –aunque no el último- para ser de verdad una nación de ciudadanos libres e iguales.
CONTINUARÁ: ¿Hay salida? (III)