En los capítulos anteriores, he ido describiendo la manera en que episodios como la Expulsión de los judíos, el exterminio de los reformados españoles y la conversión en espada de la Contrarreforma determinaron trágicamente la Historia de España. Con esos pasos, se tiraban por la borda una serie de valores, básicamente bíblicos, que, abrazados por otras naciones, fueron esenciales en el hecho de que, en muy poco tiempo, nos dejaran atrás. Por añadidura, al atraso se sumó una mentalidad que conformó el comportamiento nacional de los siguientes siglos. La cuestión que resulta, pues, imperiosa es si existe salida.
Un empresario que ha seguido con inusitado interés esta serie de artículos me decía hace unas semanas que había quedado totalmente convencido de mi visión de la Historia de España, pero lo que le importaba saber es si existía alguna manera de liberarnos de esa herencia de siglos. Con gesto compungido, me preguntaba si no había manera de escaparse de lo negativo que pueda haber en nuestro pasado. En otras palabras, ¿hay salida?
Mi respuesta es que sí, pero que no es fácil porque los obstáculos se han ido enraizado durante siglos impidiendo cualquier consolidación del progreso salvo en aquellas cuestiones en las que ya otros han avanzado. Quizá la prueba más dolorosa de esa realidad sea lo que sucedió la mañana del 11-M. En lugar de responder como hicieron los ciudadanos británicos y norteamericanos frente a los ataques terroristas, la población española decidió volverse en no escasa medida contra su gobierno. Las razones eran varias. O pertenecían a la izquierda, o se alineaban con los nacionalismos vasco y catalán o no podían perdonar al PP que no hubiera seguido el mandato del papa de no entrar en la guerra de Irak. Fuera por lo que fuera, al final los que decidieron respaldar a su nación frente a una agresión que –ingenuamente– se pensó venida de fuera resultaron minoría y las conquistas de la Era Aznar no sólo no se consolidaron sino que fueron pulverizadas por el siguiente gobierno. Por enésima vez en la Historia de España el edificio parecía más que aceptable, pero, al carecer de las raíces que existen desde hace medio milenio en otras naciones, bastó golpearlo para que se viniera abajo.
Frente a esa situación –y tiene su lógica– no pocos españoles han optado por adoptar una posición muy semejante a la de ciertos pensadores musulmanes. El autor árabe Mohammed Yaberi en dos obras Nahnu wa-t-turat (Nosotros y nuestra herencia) y Takwin al–áql al–´arabi (El proceso de formación de la razón árabe) ha mostrado cómo el gran problema de los árabes es que no pueden contemplar un presente que no les gusta y, por lo tanto, se vuelcan en una visión –idílica y por ello falsa– del pasado. Eso mismo sucede con no pocas naciones de mentalidad católica y, de forma indiscutible, con un sector no pequeño de los españoles. El pasado o es rechazado como algo horrible que justifica cualquier desmán presente –una visión tuerta que ha caracterizado a buena parte de la izquierda– o es absorbido de una manera neciamente falsa e idealizada que, puesta a defender la Historia patria, intenta hasta justificar monstruosidades como la Expulsión de los judíos en 1492 o la quema de herejes por la Inquisición desde el s. XVI hasta inicios del s. XIX. Ambas actitudes son dañinas y peligrosas para la nación porque el primer paso que tenemos que dar para conservar lo bueno de nuestro pasado y, a la vez, librarnos de todo lo malo es el de asumirlo de manera veraz.
I. Sí hay salida, pero asumamos verazmente el pasado.
Uno de los grandes libros –descatalogado actualmente– de Federico Jiménez Losantos es Los nuestros. A lo largo de docenas de viñetas, Federico asumía como propios a aquellos españoles que nos habían antecedido ya fueran héroes o villanos, genios o cupletistas, mujeres u hombres, conservadores o comunistas. No dejaba de emitir juicios de valor propios de un liberal, pero, a la vez, evitaba hacer una purga tuerta como ésas a las que tan habituados han estado los españoles a lo largo de los siglos.
Frente a sólo quedarnos con los "nuestros" como los únicos que son verdaderamente españoles, tenemos que aprender a asumir el pasado verazmente. Cualquiera que haya leído una obra tan tendenciosa, manipulada y llena de errores como la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo se percata de que muchos de aquellos a los que el intolerante escritor ataca eran mejores españoles y, simplemente, mucho mejores personas que el mismo autor que se empeñó en que el destino de España era ser "martillo de herejes", o sea, una nación liberticida de sanguinarios inquisidores. No, ese destino no tuvo nada de glorioso; agotó nuestra riqueza y nuestra sangre en favor de un poder espiritual asentado en tierra extranjera y marcó a fuego y por desgracia los siglos siguientes.
Por supuesto que España pudo –y puede– ser mucho más, pero necesita como cualquier ser sometido a una dolencia reconocer sus males. Habrá quien diga que ese es un principio netamente enraizado en la Biblia, pero podrá señalarse igualmente que es de mero sentido común. Sólo el enfermo que conoce su enfermedad puede aspirar a intentar recibir la cura. Precisamente por ello, defender la Inquisición a estas alturas –¿cómo se puede ser tan miserable moralmente?– o la Expulsión de los judíos –¡y luego dirán que no hay antisemitismo en nuestra Historia y que nada tiene que ver con la iglesia católica!– o las matanzas de Paracuellos –de nuevo el fin justifica, en este caso la lucha contra el fascismo, los medios– o el fanatismo ruinoso de Felipe II constituyen ejemplos clamorosos de una actitud profundamente dañina que denota un interior repleto de ignorancia histórica, de tuertismo moral o de indigencia ética, bases todas ellas desde las que es imposible regenerar España.
Es difícil para una mentalidad modelada por la idea de una sola iglesia verdadera, que nunca se equivoca y fuera de la cual sólo hay tinieblas y condenación comprenderlo, pero se puede amar a Calderón como artista aunque la moral sexual de sus obras espeluzne; se puede cantar el heroísmo sobrecogedor de los Tercios y llorar la necedad fanática de unos Austrias que aniquilaron el imperio al convertirlo en el brazo armado de la Contrarreforma; se puede admirar la gesta de los guerrilleros que combatían contra los franceses lamentando al mismo tiempo que la libertad política –con excepciones como la de El Empecinado– no figurara entre sus metas; se puede deplorar las inmensas injusticias sociales de los años 20 y 30 del siglo XX sin asumir las soluciones de la CNT o del PSOE; se pueden reconocer los avances del desarrollismo de los años sesenta a la vez que se siente dolor por la ausencia de libertades, por los deseos de Franco de perpetuar su sistema y, de manera especial, por el carácter ovejuno de una población que deseaba muchas cosas antes que la libertad y que permitió que el dictador muriera en la cama. Es indispensable captarlo porque, de lo contrario, frente a los dislates de ZP se seguirán alzando las presuntas ventajas de la Inquisición y contra la dictadura de Franco se pretenderá erguir la supuesta inevitabilidad de las checas.
Pretender borrar la Historia de España –como Azaña y otros regeneracionistas– o convertirla en un compendio de virtudes y justificaciones de lo injustificable –como algunos nacionalistas del pasado y algunos filo-franquistas del presente– son dos caminos semejantemente dañinos y llamados a perpetuar una mentalidad intolerante y perniciosa. A decir verdad, el regreso a períodos pasados como la España de los Austrias, la Segunda República o el Régimen de Franco me parece no sólo terrorífico sino uno de los destinos menos deseables para cualquier persona que ame la libertad y yo, precisamente, creo que la Historia de España debe ser examinada desde ese deseo de libertad y así es como yo me permito examinarla.
Si podemos contemplar así la Historia de España rechazando de plano la idea de que la pérdida de peso social y político de la iglesia católica es la causa de sus males –su peso excesivo sí que fue la causa directa e innegable, entre otros fenómenos, de los pogromos anti-semitas de la Edad Media, de la Expulsión de los judíos de 1492, de la imposición de la Inquisición, del exterminio de los protestantes, del desastre imperial, de la imposibilidad de crear un estado moderno, del nacimiento de los nacionalismos catalán y vasco o de la persistencia de ETA– o de que la imposibilidad de coronar hasta el final un programa de izquierdas –que, como hemos visto, ha tenido siempre una mentalidad de retrato en negativo de la iglesia católica– es el origen de nuestro atraso, habremos dado un gran paso.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de honrar a nuestros héroes, pero no la de venerar a los que los sacrificaron por sus fanatismos en causas inútiles en el Centro de Europa o en la destrucción de culturas en Hispanoamérica.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de considerar la Reconquista una gran gesta, pero no la de convertir España en un grupo de mesnadas y reinos de Taifas que, por añadidura, reciben en algún caso el respaldo eclesial para que nunca exista un estado fuerte y libre que imponga una verdadera separación entre iglesia y estado.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de admirar a nuestros genios, pero no por eso hemos de asumir el antisemitismo de Quevedo o la aversión a los gitanos de Cervantes o la moralidad injusta de Calderón.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de sentirnos orgullosos de nuestros pintores, pero no por eso hemos de seguir el ejemplo de los reyes tarados o de los bufones de la Corte pintados por ellos mientras en las zonas de Europa donde había triunfado la Reforma ya se pintaba a la ciencia, al comercio y al desarrollo capitalista.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de dar gracias a Dios por nuestro sol, nuestro clima y nuestro cielo, pero no es lícito convertirlo en excusa para la holganza, la chapuza o la despreocupación despreciando la ética protestante del trabajo.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de apreciar algunas singularidades de nuestro carácter, pero no podemos ya considerar la mentira un pecado venial, ni tolerar un solo instante a los políticos corruptos, ni rechazar con desprecio la supremacía de la ley.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de estimar nuestro variado paisaje, pero no podemos seguir despreciando la innovación técnica o el espíritu emprendedor.
Reconocer que nos hemos equivocado –y gravemente– y asumir como propias esas terribles equivocaciones, no pocas veces teñidas de sangre, es el primer paso para cambiar. De los siguientes, hablaré en próximas entregas.
Continuará: ¿Hay salida? (II)