Cuando escribimos faltan unas horas para que se inicie la visita a Marruecos de Mariano Rajoy, por tanto no podemos hacer análisis ni comentarios sobre los resultados del viaje. Sin embargo, dado que nuestro presidente del Gobierno –según sus propias palabras– es un hombre previsible (no contraargumenten, por favor, con la subida de impuestos que, a todas luces, no ha decidido por gusto) y dado que los marroquíes lo son aun más, sí está en nuestra mano adelantar – y vitupérenme acremente si me equivoco – que de este encuentro en la primera fase no saldrá nada concreto ni novedoso, algo que ofrecer como avance diplomático, económico ni político: confirmarán negocios ya en marcha, se deseará lo mejor de lo mejor para los grandes esfuerzos democráticos del anfitrión y se intercambiarán frases protocolarias aburridas por lo manido (la tradicional amistad, los intereses comunes y, quizá, el glorioso recuerdo de la Alhambra y de la palabra "alameda" que, como todo el mundo sabe, es árabe por los cinco costados).
Lo de siempre, que no impedirá al sultán –el único que decide, ordena y manda– enviar pasado mañana otra recua de vociferantes a la frontera de Ceuta, prohibir la entrada a cualquier extraterrestre de Izquierda Unida o encargar al islamista Benkirán –su chambelán del momento– soltar unos cuantos insultos y amenazas contra los odiosos imperialistas hispanos. Como toda la vida: igualico igualico que el difunto de su agüelico que, para agradecernos la independencia en el 56, atacó Ifni en el 58; y lo mismo de igualico que su papá, quien aprovechando la agonía de Franco, lanzó la Marcha Verde (con el amigo americano al frente, todo hay que decirlo) para sacarnos a patadas del Sahara Occidental. Y lo consiguió. Y él mismo –Mohamed VI– intentó tocarle los bigotes a Aznar y hubo de recular en la crisis de Perejil: si hubiéramos tenido al de las rendiciones preventivas que vino después, el siguiente y obligado paso habría sido una intentona en serio contra Ceuta.
Con todo lo antedicho sólo queremos señalar algo fundamental: mientras Marruecos –quizás porque sólo hay una voluntad decisoria– mantiene una misma política hacia España (retóricas declaraciones de amistad, amenazas, acoso y retirada; y vuelta a empezar, metiendo en la faltriquera lo trincado en el camino), los gobiernos españoles, incluido los del franquismo, han seguido una línea titubeante sin rumbo fijo, en zig-zag, siempre temerosos, pidiendo perdón o –como mucho– escurriendo el bulto. Con la única excepción de Aznar, que por eso concita odios y manifestaciones en Rabat, aunque sean organizadas por la policía o dependencias anejas como sindicatos y partidos políticos.
Decir que debemos mantener buenas y fructíferas relaciones con Marruecos es no decir nada. Pues claro, pero no de cualquier manera, no a cualquier precio. Así lo ha entendido la Unión Europea al no aceptar las condiciones para renovar el acuerdo de pesca, aunque –oh, casualidad– los principales perjudicados son los pescadores de Barbate y Canarias, no franceses, belgas o alemanes. La cuestión es cómo sostener el equilibrio entre los legítimos intereses marroquíes y españoles (exportaciones a ese país, inversiones, regulación en serio de la inmigración, cooperación en seguridad y ese capítulo tan delicuescente como necesario: política de buena vecindad) y la renuncia de Marruecos a la presión continua, como hasta ahora. O mucho cambia el Majzen (el aparato administrativo del sultán, corrompido de quilla a perilla, como un barco viejo: no mencionen lo de aquí, no hay comparación posible), o ese "condenados a entendernos" significará –como hasta ahora– que, o nos ponemos serios, o nos seguirán tratando como al pito del sereno, porque el problema verdadero no reside en la maldad ajena, sino en la estupidez propia. O, si lo prefieren, en la golfería de alto nivel.