Mi primer recuerdo de él corresponde a mi infancia en Buenos Aires. Era ministro de Información y Turismo, visitó la ciudad y mi padre me llevó al Centro Gallego, donde era invitado de honor. Era cosa aceptada que Manuel Fraga era algo distinto. Hasta muy renuentes exiliados coincidían en ello. No se hablaba, por supuesto, de apertura, pero el joven representante del Régimen no se parecía en nada a lo que hasta entonces se había visto.
Mi segundo recuerdo no es personal: corresponde a la célebre foto de Palomares, donde el hombre se arriesgó a que le pasara lo mismo que al japonés que quiso tranquilizar a todo el mundo respecto de Fukushima. Porque la verdad es que nadie sabía a ciencia cierta qué podía ocurrir allí.
Mi tercer recuerdo es de muchos años después. Pertenece a los años del exilio argentino, es decir, a la mitad de los años setenta, cuando mis paisanos de allá llegaban de a varios cientos por día. Ya no vivía Franco y muchos tomaban a Fraga por el paradigma de los supervivientes de Régimen, sobre todo después de aquel desafortunado “la calle es mía”, que a tantas malas interpretaciones dio lugar. Pero el dato objetivo de la época está ahí: Don Manuel ayudó a un crecido número de argentinos escapados de la dictadura. Creo que exactamente a todos los que le pidieron ayuda. No los conocía, y se trataba de gente, evidentemente, de izquierdas más o menos armadas. A quienes se presentaron ante él, siempre por iniciativa particular, les consiguió empleo o les hizo arreglar papeles. Aun sin haberles visto, porque la paciencia nunca se contó entre sus virtudes.
En 1994 publiqué mi novela Frontera Sur, que trata de la inmigración gallega a la Argentina de finales del XIX y principios del XX. Llegó el verano y los periodistas que siempre hacen esas cosas le preguntaron a Don Manuel qué iba a leer en vacaciones. Respondió que Frontera Sur, cosa que le hizo muy bien al libro, que bajo su gobierno autonómico llegaría a los institutos gallegos.
Tres años más tarde, Frontera Sur se convirtió en película, y una parte de su presupuesto fue aportado por un productor gallego, Pancho Casal. Se hizo un estreno por todo lo alto en Santiago, al que asistió el presidente de la Xunta. Yo sabía que él llegaba siempre a todas partes más temprano de lo necesario, de modo que me presenté en el cine media hora antes de lo acordado para la función, dispuesto a esperarlo. Ya estaba allí, solo, en el vestíbulo de la primera planta. Me presenté. “¡Hombre, el novelista!”, me dijo. Conocía bien el libro. Conversamos acerca de casi todo, porque de todo sabía, cine y literatura entre tantas otras cosas. Lo que de verdad me hubiese gustado era irme con él a un restaurante y seguir escuchándole, pero no podía ser.
Después de eso, pasaron años hasta que volví a verle, ahora un par de veces al año, con ocasión de algunos actos de FAES, casi siempre en compañía de su cuñado y amigo, Don Carlos Robles Piquer.
Leo en los diarios que Santiago Carrillo, un hombre infinitamente más difícil de tratar que Fraga, dice que era autoritario. Es una afirmación que, procedente de un viejo comunista, suena fatal o ridícula siempre, se refiera a quien se refiera. Pero más es el caso de Don Manuel, que era un hombre con autoridad y estaba habituado a que se le hiciera caso porque se lo había ganado.
Su muerte me pone triste, con una tristeza de familia, como si se me hubiera ido un tío entrañable, y me doy cuenta de que había llegado a quererle más allá de su papel histórico. Descanse en paz.