Una gran sensación. Dos planetas del tamaño de la Tierra han sido descubiertos orbitando alrededor de una estrella similar al Sol a mil años luz de distancia. El descubrimiento llega semanas después del fenomenal anuncio de la existencia de otro planeta orbitando en otra estrella a la distancia justa –dentro de la denominada "zona habitable" que no es demasiado cálida y no es demasiado fría– para permitir la existencia de agua en estado líquido y por tanto de posible vida.
Desgraciadamente, los planetas del tamaño apropiado están demasiado cerca de sus estrellas, y son por tanto demasiado cálidos, para permitir la existencia de vida comparable a la terráquea. Y el planeta extrasolar de condiciones comparables a la Tierra que orbita dentro de la zona habitable es demasiado grande. Con 2,4 veces el tamaño del nuestro, probablemente sea gaseoso, igual que Júpiter. No habrá humanoides allí. Pero sólo es cuestión de tiempo –a lo mejor un año o dos, calcula un astrónomo– que encontremos el planeta idóneo del tamaño idóneo en el lugar idóneo.
Y en el momento idóneo. Mientras que el encanto romántico de la exploración espacial tripulada ha decaído, el estímulo en la actualidad es encontrar a nuestros homólogos vivos y pensantes del universo. A pesar de toda la sensación, sin embargo, la búsqueda traiciona una melancolía profunda; una especie solitaria en un universo sin piedad espera inquieta una voz que responda entre un sepulcral silencio.
Ese silencio es demencial. No sólo porque se añada a nuestra sensación de aislamiento cósmico, sino porque no tiene sentido. Aunque descubramos inevitablemente cada vez más planetas extrasolares en los que puede existir vida inteligente, ¿por qué no descubrimos ninguna prueba –ninguna señal, ninguna onda de radio– de que existe? Se llama la Paradoja de Fermi, en honor al gran físico que hace tiempo preguntó: "¿Dónde está todo el mundo?" O como se formulaba en tiempos: "Toda nuestra lógica, todo nuestro anti-isocentrismo, nos garantiza que no somos únicos -- que ellos tienen que estar ahí por fuerza. Y aun así no los vemos".
¿Cuántos debería de haber allí? Los modernos datos de satélite sugieren que la cifra debería ser muy elevada. ¿Qué razón tiene el silencio entonces? Carl Sagan, entre otros, pensaba que la respuesta se encontraría, trágicamente, en la elevada probabilidad de que las civilizaciones avanzadas se autodestruyan. En otras palabras, este universo silencioso no traslada una complaciente lección de nuestro carácter único sino una trágica crónica de nuestro destino. Nos dice que la inteligencia podría ser la facultad más denostada del universo entero; un don no sólo fatal en última instancia sino, a escala temporal cósmica, instantáneamente fatal.
Esto no es simple teoría. Mire a su alrededor. La misma jornada en que los astrónomos celebraban el descubrimiento de los dos planetas del tamaño terrestre, el Consejo Científico Nacional para la Bioseguridad instaba a dos destacadas publicaciones científicas a no publicar los detalles de unos experimentos de laboratorio que acaban de crear una forma letal y muy contagiosa del virus de la gripe aviar, por temor a que el conocimiento fatídico caiga en las manos equivocadas.
Manos equivocadas, manos humanas. Ésta no es solamente la era del terror religioso, sino también el umbral de una era de hiper-proliferación. Que tiranos no del todo cuerdos (Corea del Norte) o fanáticos apocalípticos (Irán) puedan lograr armas nucleares es sólo el principio. Agentes biológicos mortales podrían acabar dentro de poco en manos de aquellos para quienes las pandemias genocidas desatadas sobre los infieles constituyen el camino a la gloria. Y aunque nos olvidemos de los psicópatas: sólo 17 años después de que el Homo sapiens descubriera la energía atómica, los Estados más estables y racionales, Estados Unidos y la Unión Soviética, estuvieron a un pelo de la aniquilación mutua.
En lugar de desesperar, sin embargo, pongamos nuestra mejor cara al silencio cósmico y a la corta y ya siniestra historia de la humanidad con sus nuevos poderes prometeicos: la inteligencia es una capacidad tan divina y tan versátil que tiene que ser contenida y dominada. Este es el cometido de la política, entendida como el ordenamiento de la sociedad y la regulación del poder para permitir el florecimiento humano mientras limita simultáneamente los instintos más hobbesianos.
No podría haber mayor ironía: por muy sublimes que sean las artes, la física, la música, las matemáticas y las demás manifestaciones del genio humano, todo depende de esa vocación mundana, frustrante y a menudo desacreditada conocida como política (y su rama más dura, el arte de gobernar). Porque si no enderezamos la política, todo lo demás se expone a la extinción.
Desconfiamos cada vez más de nuestra política, y con razón. Pero hemos de recordar esto: la política –con todas sus manifestaciones sucias, corruptas, avarientas y despreciables– es soberana en los asuntos humanos. Todo depende en última instancia de ella. Con justicia o sin ella, la política es el motor de la historia. Ella decidirá que vivamos lo suficiente para ser escuchados algún día o no. Ahí fuera. Por ellos, los pocos –los únicos– que lo supieron.