No es oro todo lo que reluce y, especialmente si cabe, esta afirmación se cumple en la industria cosmética. Ir a la perfumería es como jugar a la lotería. Puede que tu décimo esté premiado, y te lleves a casa un gran cosmético, o puede que el único premio que consigas sea una orquesta de ingredientes que mejor habrías hecho en dejar en el stand de tu perfumería en lugar de llevártelos a casa. La desorientación muchas veces el consumidor la intenta resolver con el precio. ¿Es más caro?, pues será mucho mejor. La industria cosmética, ávida de capitalizar la gran cantidad de clientes que piensan así, ha empezado una carrera –perdóname, pero tengo que decirlo: una absurda, ridícula e irracional carrera– en busca del cosmético más caro. Y digo irracional porque cuando uno compra un coche más caro o una casa más cara hay un fuerte componente de valores objetivos como los cilindros, los metros cuadrados, los caballos o la ubicación de un piso. Todos estos valores objetivos se derriten como un hielo al sol cuando hablamos de cosmética, y básicamente queda la imagen de la marca –si los demás productos de la marca son ya caros, aún mejor–, el envase, alguna historia exótica relacionada con algún ingrediente y promesas fantásticas generalmente con poca o ninguna relación con el mundo de los estudios médicos publicados.
Creme de La Mer, la llamada "crema milagrosa", es uno de los muchos ejemplos que podemos poner y probablemente uno de los que inició hace ya bastantes años la ridícula carrera a que me refería. En cualquiera de los casos, revisar un cosmético de más de 200 euros ya me hace renegar de la industria cosmética. Esto por no mencionar que hoy en día precios de 300 y 400 euros por cosmético comienza a ser dramáticamente habitual. Cómo pueden dormir los creadores de tales atropellos al sentido común escapa precisamente a mis sentidos. Tras oír la fantástica historia de La Mer iniciada por el ingeniero aeronáutico Max Huber que pudo regenerar toda su piel quemada gracias a esta fórmula, a uno la verdad es que le dan ganas de comprarse el stand entero para regalársela a todos sus amigos. Si hiciéramos un gesto tan simple como girar el envase y leyéramos los ingredientes, debería desaparecer esa repentina generosidad. Lo que predomina claramente en la fórmula son cuatro cosas: algas, aceite mineral, vaselina y glicerina. Y lo más irrisorio de todo es que un cosmético que ha mantenido sus ingredientes intactos desde hace más de 40 años pueda presentarse aún hoy como el súmmum de esta industria. ¿Es que en medio siglo tan poco han avanzado la formulación cosmética y la investigación dermatológica? La introducción en los últimos años de ingredientes exóticos como la turmalina, la malaquita, el diamante etc., han marcado la línea de un aparente único fin: intentar justificar lo injustificable a saber, el desorbitado precio por fórmulas nada extraordinarias por lo general.
Y, si no está satisfecho, siempre podemos ofrecerle productos aún más caros, con promesas si cabe más fantásticas, e historias más extravagantes para apoyar una fórmula hecha antes que para la ciencia dermatológica para la de la ficción. Hay quienes dicen en la industria cosmética, y en su defensa, que su mundo trata de dar esperanza y traer ilusión. Lo cual me recuerda al producto "Hope in a Jar" (se traduciría por "Esperanza en un frasco") de la americana Philosophy. Como si un producto cosmético fuera equiparable a una peregrinación a Lourdes. Y no es para menos. Pues, por desgracia, para reformar la industria cosmética hace falta un milagro. Eso sí, siempre queda tu poder como consumidor para rebelarte.