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Bernd Dietz

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Proseguimos conceptuando a Carrillo, Largo Caballero o Fidel Castro como entrañables humanistas. Exhibiendo victimismos de bisutería. Clasificándonos con precisión ordinal entre Chipre y Botswana en corrupción y falta de transparencia.

¿Cómo es posible que nuestros machacones progresistas no hayan dejado de mirar atrás, ni un minuto, a la Guerra Civil? Permanecen empecinados, ellos que son mayormente hijos de franquistas (no como el pepero Jaume Matas y algunos otros, impresentables o no, procedentes de familias republicanas), con ganar en sus delirios lo perdido (una vez perpetrados flagrantes desmanes) en un pasado inmodificable, trastocando causalidades, camuflando ignominias y recauchutando bobadas, aferrados al bucle melancólico como aquel personaje de Schulz a su mantita.

Hace más de setenta años que España no padece una guerra. Cuando Occidente las libró, para defender territorio y valores (y no tras haber desatado con desuello cerril una cainita lucha de clases, como aquí), nosotros preferimos especular, lanzar guiños obsequiosos a los previsibles vencedores y hacer caja. No sabemos lo que significa que Churchill nos masacre achicharrando a millones de ancianos, mujeres y niños indefensos, que sus bombarderos hagan con nuestros monumentos y ciudades lo que los aliados hicieron con Dresde o Hiroshima (salvajada inmoral para doblegar al maligno enemigo que rompiese previamente cualquier dique). No conocemos una carnicería como la del bosque de Katyn, donde los comunistas se esmeraron en exterminar la flor y nata del capital humano de Polonia. No hemos degustado a un Pol Pot. Por mucho que nuestra izquierda vandálica (no la izquierda caciquil, hijastra del régimen, que adopta un travestismo grotesco para mangar, enchufar allegados, aburguesarse con delectación y suspirar por marquesados borbónicos) haya evitado desmarcarse del totalitarismo. Contrariamente, proseguimos conceptuando a Carrillo, Largo Caballero o Fidel Castro como entrañables humanistas. Exhibiendo victimismos de bisutería. Clasificándonos con precisión ordinal entre Chipre y Botswana en corrupción y falta de transparencia. Despreciando el hambre de libertad de anticomunistas como Václav Havel. Reverenciando la burricie etarra, los cantonalismos separatistas que se ciscan en España, la cháchara paleosocialista que pirra a nuestra intelligentsia. Qué triste adicción al amaño, mientras prodigamos cretinos brindis al sol (estilo Rubalcaba, que en campaña prometía dos años de relajo para seguir endeudándonos y no pagar) y saboteamos los avances derivados del sentido común.

Con independencia de que pudieran brotar ex ovo, en un mañana apremiantemente deseable, estadistas incorruptibles, gestores responsables, economistas veraces y politólogos expertos, que nos injertasen en Europa y en una modernidad cristiana y librepensadora, todavía inédita, seguimos abonados a una mentalidad penosamente retrógrada. Carecemos de élites con vocación de servicio como las asesinadas por Stalin o los jemeres rojos. Criminal es la abulia de nuestra oligarquía institucional y académica. El fiasco festejado durante estas tres décadas de democracia ejercitable (pues no es defecto del manipulador si el pueblo se deja adocenar, ni confabulación latebrosa si artistas y pensadores rechazan comportarse con grandeza) supone el tapón estratégico que nos impide emerger como sociedad más allá del deporte.

Si Rajoy ambicionase regenerar la nación, debería plantearse atender el terreno educativo y cultural. Comprometerse a estrategias que nos dotasen de un humus verosímilmente fértil. Concretar estímulos eficaces y honorables (no subvenciones para gorrones avispados de la ceja) que permitiesen desplegar el talento natural. Desmontar la costra de autocomplacencia, diletantismo y venalidad intrínseca a la caterva de impostores cuyos pregones continúan imponiéndose con retintín en la plaza pública. Inyectar exigencia, rigor y tasada recompensa en los ámbitos de la creatividad.

El talante de Zetapé fue otra coz al idioma de su verborrea gangosa para recalcar quiénes nos han venido representando afrentosamente. Normal que no hayamos construido nada solvente bajo tamaña dirección. Cambiémonos a un paradigma erasmista, cuerdo, desideologizado. Traduzcámoslo honestamente en acción racional. Sólo así hallaremos un norte desde el que arrostrar los sacrificios. Y, tornándonos respetables, podremos pisar fuerte y con cabeza.

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