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Carlos Alberto Montaner

‘La Jornada’, la difamación imposible y las “medidas activas”

Tal vez los magistrados de la Corte Suprema que acaban de votar contra ese periódico entendieron que la publicación era, realmente, “indefamable”: era imposible privarla de lo que no tenía.

La Corte Suprema de Justicia de México falló a favor de Letras Libres y en contra de La Jornada. Finalmente, se hizo justicia en un país en el que ese fenómeno no es tan frecuente como sería deseable. Siete años antes, el periódico, permanentemente alineado con la dictadura cubana, demandó a la revista que dirige Enrique Krauze porque uno de los colaboradores, Fernando García Ramírez, había calificado a La Jornada como "cómplices del terror" por un convenio firmado entre el periódico mexicano y Gara, un diario vasco que en España todo el mundo asocia con ETA, la banda terrorista causante de 864 asesinatos desde la llegada de la democracia al país. La Corte Suprema de Justicia entendió que la libertad de prensa es consustancial a la convivencia democrática y ello implica el vigoroso intercambio de puntos de vista, de manera que, de forma inapelable, exculpó a Letras Libres y a su director Enrique Krauze de cualquier forma de difamación.

¿Por qué sorprenderse de los lazos entre La Jornada y el vocero de los terroristas etarras? Los demócratas cubanos, por ejemplo, tienen derecho a calificar a La Jornada de cómplice de la dictadura, especialmente si toman en cuenta el testimonio del comandante Pedro Aníbal Riera Escalante, ex jefe de los servicios cubanos de espionaje en México, bajo el disfraz de Cónsul General. Este importante oficial, tras desertar, acusó públicamente a la señora Carmen Lira Saade, directora de La Jornada, de ser un agente de influencia de la inteligencia cubana y de utilizar su periódico para difundir informaciones falsas o tergiversadas como parte de lo que en la jerga policiaca llaman "medidas activas". Todo ese material puede encontrarse en esta larga entrevista.

El objetivo de esas "medidas activas" es, en primer lugar, pulverizar la reputación de cualquiera que critique los rasgos estalinistas del gobierno de los Castro. Un libro colectivo recientemente publicado, El otro paredón, en el que he participado, describe este proceso de demolición de la honra ajena con el que colabora La Jornada. Lo que sigue es un fragmento del texto de contraportada de la obra:

Hay muchas maneras de eliminar a una persona, una de ellas es robándole el prestigio. Por primera vez académicos y periodistas con diferentes trayectorias políticas analizan las prácticas de asesinatos de reputaciones de personas y grupos sociales que ha ejercido el gobierno cubano por medio siglo. En este libro, el asesinato de reputaciones no es equivalente al que pueda desarrollar un partido político de oposición contra el gobierno, o un grupo de consumidores insatisfechos contra un restaurante. Nos referimos a una forma organizada de terrorismo estatal orientado hacia la deliberada y completa destrucción de la credibilidad de una persona, grupo o institución.

Cuando los archivos de los servicios secretos cubanos se abran, si no los destruyen en los momentos finales de la dictadura, se podrán confirmar los lazos entre La Jornada y algunos de sus colaboradores con la policía política de los hermanos Castro. Entonces sabremos el calado de los vínculos entre el aparato represivo cubano y el periodista franco-canadiense Jean-Guy Allard, comunista radicado en La Habana y colaborador de Granma, frecuentemente citado por La Jornada como fuente de información. Por lo pronto, el teniente coronel Christopher S. Simmons, experto norteamericano en contrainteligencia y una de las personas clave en la investigación que llevó a la detención de la espía norteamericana Ana Belén Montes lo asegura tajantemente.

La labor de Allard, además de atacar constantemente a la oposición cubana con una mezcla de mentiras, medias verdades y fabulaciones absolutas, en la mejor tradición del KGB soviético, pero ahora bajo el control de la DGI cubana, consiste en difundir cualquier calumnia o campaña de intoxicación que deteriore la imagen de Estados Unidos, como cuando, sin el menor recato, publicó tres falsas fotos de supuestos soldados británicos y norteamericanos mientras sodomizaban a prisioneras en la cárcel de Abu Ghraib en Irak.

Otro personaje de la misma camada es el periodista argentino José Steinsleger (tan diferente moral e ideológicamente a su pariente Eduardo Montes-Bradley, el cineasta y autor de Cortázar sin barba), colaborador de La Jornada que, al decir de quienes lo conocen íntimamente, y como se desprende de sus artículos, funciona como agente de influencia de la Dirección General de Inteligencia de Cuba (DGI) para difundir toda clase de calumnias contra la oposición y contra los demócratas mexicanos (al moderado ensayista Enrique Krauze, lo llama, irónicamente, "el difamador", algo así como "el pájaro disparándole a la escopeta").

Pero si alguna prueba se necesita de la inconsistencia moral de este individuo, ninguna más elocuente que el robo descarado del trabajo ajeno perpetrado por Steinsleger cuando plagió a la historiadora israelí Myriam Novitch. En 2010, el penoso personaje reprodujo, como suyo, fragmentos de un texto de esta superviviente del Holocausto publicado en 1984 en El Correo de la UNESCO, probablemente convencido de que, como la autora había muerto en 1990, nadie sería capaz de percibir su fraude intelectual.

Craso error de cálculo, el delito fue descubierto por Guillermo Sheridan y lo reveló en un excelente e irónico artículo titulado "José Steinsgler plagia(do)" aparecido en la revista Letras Libres. Incidente que, de paso, deja al descubierto el nulo rigor periodístico de La Jornada. En cualquier publicación seria del planeta, el descubrimiento de un plagio de esa naturaleza, por respeto a los lectores, sería más que suficiente para eliminar para siempre de la nómina de colaboradores a quien lo perpetró. Es evidente que cualquier relación de La Jornada con la ética periodística es pura coincidencia. Tal vez los magistrados de la Corte Suprema que acaban de votar contra ese periódico entendieron que la publicación era, realmente, "indefamable": era imposible privarla de lo que no tenía.

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