Una maldición de origen incierto advertía contra los tiempos interesantes, aquellos en los que nunca se sabe qué puede ocurrir y es posible cualquier cosa. Si el discurso de investidura de Rajoy marcara el tono del ciclo político que se abre, habría entonces que felicitarse. Se acabaron los excitantes y regresa, si alguna vez la hubo aquí, una concepción calmada –y ojalá también limitada– de la política. No ha habido sorpresas. Rajoy ha estado tal y como él gusta de presentarse. Un hombre predecible, poco amigo de sacar de la chistera conejos deslumbrantes. De forma pausada, sin notas sentimentales, ha expuesto un programa reformista en la economía. Que sea acertado es discutible, pero tiene coherencia, y eso es novedad dado el precedente. Rajoy está, digamos, en la antípoda de los iluminados que quieren cambiar el mundo. Aunque se limita en exceso al circunscribir el impulso reformista a lo económico. Más pronto que tarde, las circunstancias le obligarán a meterse en política.
Casi tan predecibles como Rajoy han estado diversos grupos de la Cámara en sus críticas. Han repetido el estribillo de que ha sido ambiguo y no ha concretado. Tal vez querían que el de Pontevedra les atizara el equivalente a un catálogo de Ikea, con precios, medidas e instrucciones de montaje detallados. Igual deseaban un megadiscurso como aquellos en los que Fidel Castro explicaba el funcionamiento de la olla arrocera. Cierto, hay asuntos de los que no ha hablado, pero ha llegado a mentar cuestiones tan pedestres como la eliminación de los puentes festivos, que ha de ser lo más concreto que se ha dicho en una investidura desde Leovigildo. Por no hablar del anuncio de la recuperación del Ministerio de Agricultura, que ha provocado una euforia agropecuaria difícilmente comprensible en las filas de su grupo. Esperemos que no vaya por ahí el nuevo modelo de crecimiento.
Entre las promesas implícitas que ha formulado destaca una posición moral –"no habrá españoles buenos ni malos"– contraria al clima de confrontación generado por Zapatero; y una reafirmación de la igualdad de los españoles. Los nacionalistas han detectado un olor a "recentralización" que no les gusta. Vaya, no ha abonado el peaje semántico al que están –mal– acostumbrados y le han dado el primer aviso para que paguen otros. En fin, de atenerse Rajoy a su palabra de que no está ahí para cosechar aplausos sino para resolver problemas, podremos saludar la entrada del Gobierno de España en la edad adulta. Será aburrido y no despertará entusiasmos, pero la política volverá a consistir en idear remedios temporales para males recurrentes. Adiós a Peter Pan.