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José Antonio Martínez-Abarca

Urdangarín, otro indignado

El duque de Palma está indignado, dice su abogado. Indignado, otro. Con la misma razón que los homónimos que acampan y okupan: poca. Urdangarín no tiene derecho ni siquiera a estar indignado con el Destino.

El duque de Palma está indignado, dice su abogado. Indignado, otro. Con la misma razón que los homónimos que acampan y okupan: poca. Urdangarín no tiene derecho ni siquiera a estar indignado con el Destino. Ha tenido suerte: con su talento, en condiciones normales, y tras retirarse del deporte, a lo máximo a lo que podría haber aspirado es a ser abrecoches en el parking de algún batzoki nacionalista de barrio bueno. Llegó alto, hasta casi los dos metros concretamente, prevaliéndose de su talento físico, el balonmano (deporte muy popular con la OJE franquista en los colegios que hoy tiene aproximadamente los mismos seguidores en España que el cróquet), y a partir de entonces llegó aún mucho más lejos, hasta alcanzar su más alto nivel de incompetencia, según el conocido Principio de Peter. Además de su más alto nivel de desahogo, según el también reconocido Principio de Roldán.

Comenta la prensa que Iñaki Urdangarín se sentía impune para hacer lo que ha hecho con absoluto descuido. Corrijo. No se sentía impune. Era, en efecto, perfectamente impune. Hace veinte años, la primera vez en que llegué a un periódico para escribir una columna diaria, el director me dibujó bien claras las tres líneas rojas que no podía traspasar, no ya yo, ah infelice, sino el total del periodismo español: "se puede opinar de lo que se quiera con el único límite de la Constitución, la Corona y El Corte Inglés". Con la descomposición propia de los tiempos, ya sólo queda como intocable El Corte Inglés. En eso el duque sí puede enfadarse con los medios, porque con él hemos cambiado las reglas de juego a mitad del partido. Él, como adjunto a la Corona, era intocable, indiscernible, inefable, inconsútil. Y como tal actuaba. Hacía lo que le daba la gana porque en la prensa le habíamos dado permiso implícito para que se lo montase muy a su sabor. Ciertamente, estamos consternados: la prensa española se acaba de enterar que al Rey le ha salido un yerno, y que a la nobleza le ha salido un duque. Y que al presupuesto público le ha salido una "caparra", como se dice en mi pueblo. Es lo de la película Casablanca, cuando el prefecto de policía corrupto hace el paripé con una redada nocturna en el Rick´s Café: "¡Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!" Qué escándalo, los periódicos hemos descubierto que Urdangarín no se pagaba el palacete de Pedralbes, y los otros palacetes, con lo que le pagaban por los reportajes de puertas abiertas en el ¡Hola!

Tan estupefactos estamos todos que el abogado del sospechoso aún no se ha recuperado del vahído, y argumenta inconsecuencias: "entiendo que es un ciudadano como cualquiera de nosotros", dice de su cliente. Pero el primero que no ha entendido nada es el abogado, cuando a continuación convoca a los medios "no más tarde del 22 de diciembre para explicar, en nombre de su excelencia, toda una serie de cosas". Si Urdangarín según su abogado tiene tratamiento de "su excelencia" ya no es un ciudadano como cualquiera de nosotros, y tampoco tiene las mismas responsabilidades que nosotros. Yo a lo más que puedo aspirar en la vida es a ser un vulgar "ilustrísimo señor", no como Urdangarín. Aquí todavía hay clases. Con estos abogados no hacen falta fiscales. Aunque es cierto que Urdangarín ha abaratado mucho lo de ser duque. Tanto, que se podría hacer con él el mismo juego de palabras de aquel pistolero inglés interpretado por el gran Richard Harris en Sin perdón, al que conocían como "the duke", el duque, pero del que su enemigo el sheriff Little Bill se mofaba llamándolo "the duck", el pato. En Washington no sé si a Iñaki Urdangarín lo llegarán a conocer nunca por "the duck of Palma", pero ha sido muy patoso.

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