España tiene experiencia en abatimientos del ánimo. Nuestro referente en esos asuntos es "el 98", cuando la obsesión por la "decadencia" española se apoderó de las elites intelectuales. Persuadidas de que la historia de España era una anomalía en Europa, alentaron una tendencia al hipercriticismo y la autoflagelación, que aún colea en nuestros días. No en vano se refería Julián Marías a las "plañideras de la decadencia" y Juan Marichal al "narcisismo masoquista español". Hay toda una tradición del pensamiento que nos supone condenados al fracaso y a la inferioridad, por ejemplo, respecto a nuestros vecinos del Norte. Así, en circunstancias de dificultad como las que atravesamos, resulta tentador deslizarse del necesario realismo al excesivo fatalismo que destila aquel legado.
La ausencia no ya de euforia, sino de entusiasmo tras la victoria del PP, también perceptible en los propios vencedores –sin duda, porque así lo decidieron– podrá interpretarse desde los parámetros del pesimismo atávico. Otra vez a plañir. Sin embargo, más parece significar algo saludable: se ha reducido el espacio de la creencia en milagros políticos y económicos. Desde luego, no sería realista hacerlo y ¡ay del irresponsable que alimente esas quimeras! Para pensamiento mágico ya llegó, de sobra, con el chamán Zapatero, convencido o dispuesto a convencer al prójimo de que la realidad era una arcilla que moldeaban sus deseos. El pesimismo, repetía, no crea puestos de trabajo. Cierto, pero las irreales expectativas que él transmitía, menos, y a los datos me remito.
Una cosa es que un cambio de Gobierno y de política, e incluso de actitud, sea condición necesaria para remontar y otra, que se trate de condición suficiente. Esto es elemental, querido Watson. Sin embargo, en fase preelectoral, o sea, durante los últimos años, el Partido Popular dio pábulo a la idea del milagro. Parafraseando aquel lema tontorrón de "esto lo arreglamos entre todos", la oposición daba a entender que "esto se arregla en un santiamén cuando gobernemos nosotros". La pócima mágica que ofrecía el PP era la confianza. Pero el triunfo ha traído contención y realismo. Tanto Rajoy como Montoro han advertido que no cabe esperar prodigios. Avisan de que no se creará empleo en 2012 y de que la indispensable austeridad no producirá, de entrada, efectos positivos en el crecimiento. Reconocer la realidad no sólo es primordial para actuar sobre ella. Es también un capital político. Y la regeneración moral de la política pasa por decirles la verdad a los ciudadanos. El PP lo ha prometido. Que cumpla.