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EDITORIAL

Cortocircuito en La Zarzuela

Como si España fuera un cortijo, como aquí vale todo, el duque de Palma consorte saca al Rey de la trama de sus presuntos trapicheos con un golpe de teléfono. El Rey, o sea, mi suegro, no tiene nada que ver, con mis "actividades privadas".

En contra de las más elementales normas de prudencia y discreción, el yerno del Rey, Iñaki Urdangarín, descolgó el teléfono el sábado por la tarde, una hora antes del clásico, para protagonizar uno de los episodios más chuscos de la vida social española en la última década. Sorprende que a un diplomado por una de las escuelas de negocios más importantes de España se le ocurra que la mejor forma de emitir una nota sea la de dictársela por teléfono a un amanuense de la agencia oficial de noticias. Dicho y hecho, como si España fuera un cortijo, como aquí vale todo, el duque de Palma consorte saca al Rey de la trama de sus presuntos trapicheos con un golpe de teléfono. El Rey, o sea, mi suegro, no tiene nada que ver, asegura don Iñaki, con mis "actividades privadas". Como colofón de la semana horribilis no está nada mal una nota oral cuya sustancia es atribuir a la Prensa el daño a la Corona en lugar de a las graves acusaciones que recaen sobre el marido y socio empresarial de la infanta Cristina. Y más si se tiene en cuenta el acusado celo de los servicios de su Majestad para no matar al mensajero; hasta el punto de rectificarse a sí mismos en lo de borrar a Urdangarín de la Familia Real. Ni la más febril imaginación podía concebir que al deterioro causado en la institución por el expediente judicial de la empresa del yernísimo se sumase el provocado por la misma institución en una sucesión de errores no forzados, expresión tenística que se entenderá perfectamente en Palacio, que revelan la enorme fragilidad que rodea todo lo concerniente a la Corona, desde el propio entorno hasta la percepción social sobre su utilidad.

Mas si se tiene en cuenta el suspenso demoscópico, el primero desde que se pregunta por el papel del Rey, las primeras sospechas sobre las peripecias de Urdangarín deberían haber provocado una reacción enérgica por parte de la Casa Real, en lugar de una sucesión de tropiezos informativos y unas fotos de la reina con Urdangarín en la revista Hola. El calado de la previsible imputación del duque es de tal naturaleza que parece obligado anteponer las apariencias institucionales a los deseos personales, a no ser que lo que se pretenda sea vincular la imagen y el futuro de la Corona con la de una investigación judicial que incide en las más variadas artes del sablazo en el nombre de una instancia superior.

En cuanto a las instancias políticas implicadas en el asunto, el hecho de que abarquen desde el tripartito hasta el PP no reduce la responsabilidad de quienes pretenden presentarse como víctimas de una estafa en lugar de cómplices de un procedimiento habitual basado en un intangible muy real. El tipo de contratos y negocios investigados conduce a escenarios de una miseria moral impropia de una sociedad de ciudadanos, a sobreentendidos incompatibles con el más leve rastro de transparencia y honestidad en el manejo de los recursos públicos. Lo trascendido muestra dosis de soberbia, impunidad y descaro inéditas y reducen a cero el margen de maniobra de la Corona en un episodio que debería acarrear consecuencias respecto a la transparencia y uso de los recursos públicos destinados a la Casa Real, a la del Rey y a la de la familia en general. Más cuando ha quedado constatada la abstinencia de sentido común de los protagonistas del último escándalo.

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