Por qué somos fachas
Leo hoy a Azúa e, inevitable, me vuelve a la mente aquella pregunta que tantas veces me formularan, curso tras curso, los alumnos en el instituto: “Profe, ¿usted por qué es facha?”.
Se marcha, asqueado. No volveré a tropezármelo los sábados por la mañana en la librería Laie, ese pequeño rincón de la ciudad donde la concurrencia todavía recuerda la educación antigua y habla en voz baja. Anacrónica rémora de la civilización aún ajena al griterío tabernario y los modales rifeños tan caros a este rudo rincón del Mediterráneo. Como en su día Boadella, Félix de Azúa ha decidido poner fin al exilio interior. Se va a Madrid, confiesa, para que los nacional-sociolingüistas de las aulas patrióticas no conviertan a su hija en otro pequeño polpotista fanatizado. He ahí el gran triunfo, la más acreditada pericia del régimen durante los últimos treinta años: hacer de la pedagogía de la imbecilidad una doctrina de Estado (o de estadito, que tanto monta).
Leo hoy a Azúa e, inevitable, me vuelve a la mente aquella pregunta que tantas veces me formularan, curso tras curso, los alumnos en el instituto: "Profe, ¿usted por qué es facha?". Cómo no entenderlo, por lo demás. Cómo no comprender su aburrimiento, su hastío infinito ante el monólogo plúmbeo del nacionalismo. Cómo no sentir la tentación, tan intensa, de seguir sus pasos. Lo han denostado igual que antes hicieron con Pla, Dalí, D’Ors, Gaziel y tantos otros. Nada extraño si bien se mira. Gregarismo mostrenco en estado puro, si algo subleva al rebaño identitario es el talento individual, un salvoconducto que exonera a algunos elegidos de la condena a subsistir del favor del Artur Mas de turno.
Es esa humillación antidemocrática que de tarde en tarde les inflige la Naturaleza lo que los saca de quicio. La suprema afrenta que no concederán perdonar nunca. Ya en su día advirtió Pla que, para vivir en paz en Cataluña, hay que procurar pasar inadvertido. Porque la envidia, aquí deporte nacional, convierte al indígena en una criatura en extremo irritable y siempre alerta. Así prevenía a quien quisiese escucharle de lo perentorio de ahuyentar ese estado de ánimo latente. Tal era, a su sabio juicio, el gran secreto. "No hay demasiada gente que lo conozca. Los que lo saben viven tranquilamente. Los otros pierden", concluía mientras liaba con lenta parsimonia otro caliqueño. En fin, el último en salir que apague la luz.
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