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Juan Ramón Rallo

Para sanidad obligatoria, ya tenemos la pública

Una vez convertido el seguro sanitario privado en obligatorio, el cliente de las aseguradoras deja de ser el ciudadano y pasa a ser el político regulador.

Toda iniciativa dirigida a racionalizar el ingente y cada vez más insostenible gasto sanitario de este país debe ser acogida con una cierta esperanza de sensatez y sentido común. Que haya alguien que apunte con el dedo y denuncie que el rey está desnudo permite, al menos, que los súbditos tomen conciencia del problema. Pero al tanto con las soluciones que se ponen sobre el tapete, no sea que al final resulten casi peores que la enfermedad.

La última propuesta del conseller de Salut de la Generalitat, Boi Ruiz, consistente en forzar a los ciudadanos a que contraten un seguro sanitario privado discurre precisamente por esta línea. Su propósito es el de descongestionar unos servicios de sanidad públicos bastante más caros que sus pares privados –en especial para todos los tratamientos más habituales– y hacer que el usuario comparta una porción de los costes de la asistencia. Se matan así dos pájaros de un tiro: por el lado de la oferta, los ciudadanos acuden a aquellos proveedores más eficientes y baratos (los privados), reduciendo los costes totales del sistema y, por el lado de la demanda, el cliente paga un cierto precio que le lleva a moderar su uso indiscriminado al tiempo que aligera una parte de los desembolsos de la Administración.

Todo parece perfecto salvo por un detalle: la obligatoriedad. Y no lo digo ya por el ataque que supone a algo tan esencial y tan poco valorado en nuestras sociedades actuales como es la libertad individual, sino por meras y frías cuestiones economicistas. En particular dos: la soberanía del consumidor y la socialización masiva de los costes.

En cuanto a lo primero, debería resultar claro que, una vez convertido el seguro sanitario privado en obligatorio, el cliente de las aseguradoras deja de ser el ciudadano y pasa a ser el político regulador. Como industria pueden despreocuparse de atender de la mejor manera posible las necesidades de los consumidores –quienes no tienen la opción de no contratar un seguro– y, por el contrario, pueden concentrar su atención en el compadreo con el poder político (fenómeno conocido como "captura del regulador"). Al cabo, serían los gobernantes quienes establecieran las condiciones de acceso, de prestación de servicios mínimos, de rentabilidad garantizada, etcétera, etcétera, etcétera. Así que ya podríamos prepararnos para la proliferación de sobornos y corruptelas varias dirigidas a trasladar coactivamente cantidades crecientes de dinero desde el bolsillo del ciudadano al bolsillo de las aseguradoras. Quede claro que esto, de mercado libre y competitivo, tendría bien poco.

Por lo que se refiere a la socialización masiva de los costes, tengamos presente que los seguros, desprovistos de su sometimiento al consumidor soberano, en el fondo no se diferencian tanto de la colectivización de los costes similar a la que sucede en un esquema de sanidad pública. Si cada ciudadano puede compartir con el resto de asegurados los costes de su tratamiento, el riesgo moral será muy parecido al que ya presenciamos en la sanidad pública –abuso de consultas y tratamientos–, por lo que el gasto total estará tanto o más inflado. En una sanidad privada y libre no es previsible que todo estuviera cubierto por un seguro privado (al igual que un seguro de automóvil no cubre el cambio de neumáticos), sino sólo aquellas intervenciones más desproporcionadamente caras y extraordinarias que ninguna persona podría asumir por sí sola (como ocurre con el seguro contra terremotos o incendios). El resto muy probablemente lo pagaríamos de nuestra renta cada vez que acudiéramos al médico. Por eso, por cierto, el sistema sanitario de EEUU, donde los seguros universales van ligados obligatoriamente al contrato de trabajo, tiene muy poco que ver con un sistema sanitario privado y libre.

Así pues, si no parece que la propuesta del conseller catalán sea la más recomendable, ¿cuál sería la vía para reducir el gasto sanitario que en unos años se espera que duplique al actual? Pues, por un lado, dejar de socializar, vía impuestos, el enorme coste de la sanidad pública y repartirlo entre sus usuarios a través del copago: parece razonable que el beneficiario de los servicios sanitarios comparta parte del coste de su tratamiento en lugar de redistribuirlo entre millones de contribuyentes. Mas que la izquierda no se asuste: el copago no es incompatible con la progresividad, pues puede ligarse al nivel de renta.

Por otro, en lugar de convertir el seguro sanitario privado en obligatorio, convirtámoslo en voluntario pero permitiendo la desgravación fiscal de su coste. Si el Estado se ahorra dinero por el hecho de que la gente acuda a la sanidad privada –descongestionando los servicios públicos y reduciendo las necesidades de personal y de inversión per cápita–, no castiguemos a quienes optarían por la privada obligándoles a pagar dos sistemas sanitarios cuando sólo piensan utilizar uno.

Una deducción del 100% sobre los gastos en sanidad privada unido al establecimiento del copago en los centros públicos llevaría de manera natural a la mayor parte de la población, y sin necesidad de volverles clientes cautivos de la industria, a optar por la sanidad privada en sus distintas modalidades, descargando así al ineficiente sistema público de tratar a millones de personas.

Y, cuidado, que los socialistas demagogos a lo Tomás Gómez no confundan al personal: establecer el copago en la sanidad pública y permitir la deducción de los gastos en la privada no significa que los usuarios de la primera estén subvencionando a los de la segunda; unos no pagan más para que otros puedan pagar menos. El copago en el sistema público es una forma de acercar sus costes reales a lo que sus usuarios pagan indirecta (vía impuestos) y directamente (copago); un coste que hoy no está cubierto y que va generando un pesadísimo déficit sanitario anual. La deducción en el sistema privado, por su parte, es, primero, una forma de que el que sólo utiliza la sanidad privada no pague también la totalidad de la pública y, segundo, de que parte de los usuarios de la pública acudan a la privada para ahorrarle esos costes al Estado.

Por ponerle cifras: si el coste real de una plaza en el sector privado es de 800 euros, mientras que en la pública cuesta 1.500 euros de los cuales sólo pagamos vía impuestos 1.200, el copago es una manera de que el precio de los servicios sanitarios públicos aumente de 1.200 a 1.500 (y de que se deje de utilizar tanto el servicio y sus costes per cápita se reduzcan). La deducción para la sanidad privada es una forma de evitar que quienes pagan 800 euros por su seguro privado –ahorrándole al Estado 1.200 euros por su plaza en la pública– no tengan que pagar 2.000 euros (800 + 1200) por los servicios sanitarios que efectivamente reciben. A la vista está que hay una pequeña diferencia.

En definitiva, necesitamos más libre mercado, también en sanidad. Y eso, de momento, se traduce en aproximar el precio de la sanidad pública a su coste real sin socializar vía impuestos ese precio (es decir, instauración del copago) y en no obligar a que quienes escojan servicios sanitarios privados paguen dos veces. Pero no mezclemos lo privado con lo obligatorio: para coactivo e ineficiente, ya tenemos el sistema público.

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