Parece excesivo que una mayoría de cronistas apunte que el debate entre Rajoy y Rubalcaba fue un camelo infumable, una charada de gama baja, una suerte de soso sucedáneo. Y no porque el montaje de marras no resultase tópico y acartonado. Ni porque el trío de intervinientes no acumulase maquillaje cosmético y moral para embalsamar la catedral de León. Sino porque no es de recibo arremeter contra el dedo mientras ignoramos la luna. O cebarse en el trámite decorativo mientras orillamos la propia responsabilidad, mafiosamente castiza, sobre la realidad que sangra.
Disfrutamos todavía, a lo peor por poco, de una comparativa paz social, de una estabilidad menguante que, aunque corrupta, alberga aún resortes, si no sanos, sí susceptibles de poner en marcha acciones que podrían dar lugar a rendiciones de cuentas: ahí están los casos de Blanco, Urdangarín, los perpetradores del timo del 11-M y los restantes miembros de una nomenclatura hedionda que deberían rendir cuentas ante una administración de justicia y una policía imperfectas, pero que hiciesen su trabajo con solvencia. Y es que si en muchas vertientes nos asemejamos a México o Uganda, en otras continuamos pareciéndonos a Francia o Costa Rica. Ya que somos un cruce entre el tercermundismo interiorizado y la afluencia merecida de occidente.
En dicho sentido, deberíamos evitar la precipitación infantil, que tras constatar que la sociedad conformada entre todos no es perfecta ni confiable (algo que una persona despierta descubre con la pubertad) demanda poner en entredicho la supervivencia del país so pretexto de que los dirigentes dedican sus desvelos a ratear y mentir, los virtuosos siguen en minoría ante los felones y la naturaleza humana, en Getafe al igual que en Beijing, se mantiene al mismo nivel ético que en los tiempos de Plinio (el de las abejas, no el de Tomelloso).
Todo esto suponiendo, y es demasiado suponer hasta para un atontolinado del montón, que quienes denuncian la paja en el ojo ajeno no han reparado en la viga en el propio, algo que no les ocurre a Guerra y a Felipe, los cuales vuelven a toquitearse, detestándose tanto, para reivindicar la doblez que ellos mismos encarnan de modo asaz paradigmático.
Hay memos, fanáticos y malvados para construir una torre que llegue hasta la luna. Ninguna novedad. Como hay individuos decentes que, entre vacilaciones, escogen el camino que se les antoja más cuerdo y bondadoso. Esto tampoco es nuevo, ni tiene visos de acabarse. Lo que debemos dirimir es cuánta bellaquería y cuánto autoengaño suicida estamos dispuestos a proseguir embaulándonos. Si creemos en las baladronadas izquierdistas del pilarista Rubalcaba o si nos merece más crédito un caballero sosegado, coherente y dispuesto a intentarlo tal Rajoy.
Por encima de esto están las mitologías respectivas. Aunque no parece verosímil que Rajoy vaya a salirnos liberal o económicamente austríaco, no cabe duda de que se dispone a aprovechar la crisis para tornarnos menos africanos, algo que a medio plazo, si el PP reúne el coraje y la honestidad suficientes para aguantar el tirón, beneficiará con rotundidad a los más débiles. Como es meridiano que el PSOE, al encomendarse con debilidad cobarde a un Rasputín de rácana densidad intelectual y moral, no alberga la menor intención de superar el caciquismo cañí, ese que ha dejado la meritocracia hecha unos zorros y levita al constatar su predicamento entre una servidumbre limosnera, a la que ya no tiene dinero, naturalmente a crédito, para engatusar. ¿Cómo es posible que el sueño de cualquier universitario sea convertirse en funcionario? Aunque a muchos se les siga antojando impopular: menos paternalismo y más emancipación. Más sobriedad, menos chanchullos.