Colabora
Emilio Campmany

Mi generación

Es mi generación la que se está cargando España. Y lo está haciendo a conciencia. No nos basta un sólo método, no vaya a ser que salga mal o sea insuficiente, sino que lo hacemos con dos.

Cuando era joven, no paraba de escuchar recriminaciones de mis mayores diciéndome que los de mi generación no valíamos para nada, que no sabíamos la suerte que habíamos tenido de habernos librado de la guerra y del hambre de la posguerra y que no valorábamos lo que teníamos. Yo oía aquello como el que oye llover en la seguridad de que era lo que siempre hacían los viejos con los jóvenes. Sabía que llegaría el día en que yo diría lo mismo a mis hijos o a alguien de su generación. A pesar de que tengo años de sobra para hacer amonestaciones a diestro y siniestro, todavía no he empezado. Y acabo de darme cuenta de por qué. Porque nuestros mayores tenían razón. Más de la que creían. Somos una porquería de generación. Desde luego, la anterior era mejor. Lo hubiera sido sin necesidad de pasar calamidades. Pero es que la posterior, la de mis hijos, también se me figura de superior calidad, a pesar de la LOGSE y de las muchas tonterías que han visto y oído en la televisión por dejadez y negligencia nuestra.

Yo nací en 1958. Zapatero lo hizo en 1960, como José Antonio Alonso. Rajoy vio la luz por primera vez en 1955. Rubalcaba, el mayor, en 1951. Antonio Camacho lo hizo en 1965. Duran i Lleida, en 1952, como Federico Trillo. Patxi López, en 1959. Artur Mas, en 1956. Iñigo Urkullu, en 1961. Son todos de mi generación, la que tiene el poder, la que está a los mandos. La mayoría de la gente que hoy influye nació entre 1950 y 1970. Son pocos los nacidos en la década de los cuarenta que todavía están dando guerra y apenas los hay nacidos en los treinta (el Rey y poco más). De forma que es mi generación la que se está cargando España.

Y lo está haciendo a conciencia. No nos basta un sólo método, no vaya a ser que salga mal o sea insuficiente, sino que lo hacemos con dos. Por un lado, la estamos entrampando hasta tal punto que no va haber más remedio que liquidar todo lo que haya de valor para pagar las muchas deudas asumidas en estos pocos años. Pero, por si acaso fuéramos capaces de recuperarnos, también la estamos destrozando institucionalmente, aceptando las condiciones impuestas por la ETA para dejar de matarnos, y dejando que Cataluña ansíe cada vez más dejar de ser España bajo la falsa idea de que le resto de los españoles la desangramos.

La generación anterior nunca consintió ninguna de las dos cosas. Pudo coquetear con alguna de ellas, pero nunca con las dos a la vez. En pago de esos servicios, la mía va a dejar un país incapaz de pagarle las pensiones. Y, en cuanto a la siguiente, nuestro legado será el de obligarles a emigrar si desean tener un futuro estable y despejado. La conclusión es triste, pero inequívoca. Somos una lacra, una generación de vergüenza.

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