De la patria española
¿Cómo comprender si no a la única izquierda del mundo que sufre genuinas crisis epilépticas ante cualquier exhibición de la imaginería patria que trascienda los formalismos del protocolo oficial?
Nuestras elites domésticas, tan refractarias siempre al rigor intelectual como entusiastas de la moda, parece que ya se han olvidado del patriotismo constitucional. Flor de un día, el ideal racionalista de la nación teorizado por Habermas incluso llegó a formar parte del programa del Partido Popular. Aunque, como digo, es asunto desechado tanto en las filas de la derecha como entre sus pares del PSOE. En consecuencia, tras aquella efímera incursión transpirenaica, las cuitas doctrinales a propósito de la nación volvieron a donde solían. Esto es, en la izquierda, al que ha sido su afán único a lo largo del último cuarto de siglo: la deconstrucción de la idea misma de España en comandita con los micronacionalistas.
Alguna vez, por cierto, habría que escudriñar la etiología profunda, el origen último de esa patología suya. ¿Cómo comprender si no a la única izquierda del mundo que sufre genuinas crisis epilépticas ante cualquier exhibición de la imaginería patria que trascienda los formalismos del protocolo oficial? Por su parte, el canon conservador apela a dos tradiciones no menos arraigadas en su seno. A un lado, la de los administradores inclinados a una concepción gerencial y burocrática de la cosa pública. Tecnócratas asépticos que no se enfangan en querellas ideológicas porque ellos, es bien sabido, nunca se meten en políticas. Al otro, en fin, la de los devotos del casticismo identitario que remite a una iconografía folclórica y sentimental que huele a alcanfor. Más allá de eso, nada.
He ahí nuestro drama colectivo: la definitiva ausencia de un mínimo común denominador que permita dar forma a algún relato nacional compartido por todos. Esa anorexia patriótica, en expresión de José Ignacio Wert, que nos inhabilita para participar de un repertorio simbólico y un imaginario que trasciendan las divisiones partidistas. Así las cosas, frente a un nacionalismo español felizmente difunto, o moribundo si se prefiere, el patriotismo constitucional –cívico, argumentativo, laico, ilustrado– debiera constituirse en su definitiva antítesis. La identificación reflexiva de los españoles con nosotros mismos, no como tribu étnico-cultural sino en tanto que comunidad de ciudadanos libres e iguales. Un genuino patriotismo curado de toda tentación nacionalista, hacia esa vía de concordia deberían orientarse hoy no solo los liberales, sino cuantos creemos en España.
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