La coyuntura es trágica. No se ve por ningún sitio de dónde pueden salir las fuerzas que lleven a este país a reinventarse. Todas las grandes naciones han aprovechado los conflictos, las tensiones y las derrotas para salir reforzadas. La inteligencia de sus dirigentes siempre fue utilizada para aprovechar la ocasión de las peripecias más desagradables de su historia para reinventarse. Refundarse. La derrota siempre fue un estímulo de las grandes sociedades. Roma, como nos enseñara Polibio, sacó de sus múltiples derrotas las energías suficientes para refundarse; otro tanto, después de la Segunda Guerra Mundial, podría decirse de Alemania y Japón; pero los dirigentes de todos esos países, por muchas diferencias interiores que existieran entre ellos, tenían la creencia en la propia Roma, por decirlo con el ejemplo de Polibio, como la única condición para emerger de los peores fracasos.
¿Quién cree hoy en España como nación? Respondan sin autoengaños. Al margen de las apelaciones retóricas a España, para los españoles de hoy la situación, por decirlo con contundencia, es mucho más difícil que la de los romanos de la época de Polibio y Cicerón. Los romanos de todos los partidos tenían un sustrato común: Roma. Ésa es, exactamente, la gran carencia de los españoles: la base nacional parece haber desaparecido. He ahí lo que nos jugamos en estas elecciones del 20-N: la desaparición definitiva de ese lugar común, del Estado-nacional. Estas elecciones van más allá del mantenimiento más o menos precario del llamado Estado del bienestar. Nos jugamos la posibilidad de que un gobierno con fuerza sea capaz de plantarle cara a quienes quieren sacrificar definitivamente a España como Estado nacional.
El día 20-N se juega la última oportunidad de lo poco que queda de democracia española. Los resultados pueden ser dramáticos para la reconstrucción de España; dos asuntos serán decisivos: por un lado, si el PP no obtiene mayoría absoluta, olvídese de cualquier oportunidad para reconstruir el Estado nacional desde la derrota y fracaso del actual modelo territorial de España; un gobierno sin mayoría absoluta se vería sometido a los mismos chantajes, o quizá peores, que hasta ahora han utilizado los nacionalistas contra el gran imaginario colectivo de la democracia: que todos los ciudadanos seamos libres e iguales antes la ley. Por otro lado, si el partido Bildu-Eta obtiene representación parlamentaria, y así lo prevén todas las encuestas que algunos analistas políticos celebran con "alegría estúpida", entonces los asesinos de ETA habrían logrado lo que nunca tuvo un grupo criminal en el mundo: representación parlamentaria en la "nación" que matan.
De la actitud del PP en esta campaña electoral dependerá, a pesar de lo que digan los promotores del perfil bajo del candidato Rajoy, el éxito o el fracaso de este partido para ganar por mayoría absoluta. Naturalmente, esta hipótesis es discutible; pero, en mi opinión, lo que parece obvio es que nadie como Rodríguez Zapatero, en los casi ocho últimos años, ha contribuido de modo decisivo a refundar políticamente ETA. Lejos de acabar con ETA, los enjuagues de los diferentes gobiernos de Rodríguez Zapatero han conseguido algo inédito en el mundo civilizado, a saber, que un grupo terrorista gobierne instituciones locales y autonómicas. Es deber del PP construir con precisión este relato sobre cómo el gobierno del PSOE ha promocionado, o mejor, creado la oportunidad para que ETA, un grupo criminal, se refunde políticamente sin abandonar sus fines terroristas.
Si el PP no consiguiese hacer pedagogía política durante esta campaña electoral, sobre cómo ETA ha sido promocionada por Rodríguez Zapatero y Pérez Rubalcaba, incluso hasta el punto de que podría obtener una representación importante en el Parlamento de España, correría un peligro aún más grave que no alcanzar la mayoría absoluta.