En un programa de Carlos Cuesta de VEO7, Roberto Santamaría citó esta frase de Azaña: "Aunque hubiesen sido ciertos todos los males que se cargaban a la República no hacía falta la guerra. Era inútil para remediar aquellos males. Los agravaba todos, añadiéndoles los que resultan de tanto destrozo". La falta de tiempo me impidió aclarar un poco la desvergüenza azañista, y voy a hacerlo aquí.
Los escritos de Azaña sobre la república y la guerra son a la vez un ejercicio de lucidez sobre el personal republicano, y de ceguera autojustificativa sobre sí mismo, en la que escala cumbres de hipocresía y demagogia.
Azaña empezó su carrera republicana preparando, en el Pacto de San Sebastián, un golpe militar para liquidar la monarquía. Poco antes se había mofado en el Ateneo de la posibilidad de graves violencias: "Si agitan el fantasma del caos social, me río", "No seré yo quien siembre desde esta tribuna la moderación". Intentó, pues, el golpe militar y la violencia social para lograr sus fines, consistentes en una peligrosa y demagógica "vasta empresa de demoliciones". Demoler, concretamente, las tradiciones españolas y católicas. Casi nada.
Ya en la república, al perder las elecciones promovió dos golpes de estado, el primero una intriga por arriba, el segundo un ataque desde abajo apoyándose en los socialistas y los nacionalistas catalanes, como he documentado en Los orígenes de la guerra civil. Pese a sus falsas excusas, estuvo complicado en la insurrección de octubre del 34, planteada textualmente como guerra, y posteriormente la justificó: cualquier medio le parecía bien para derrocar a las derechas votadas democráticamente, como antes a la monarquía.
Azaña realiza un ejercicio de ilusionismo al equiparar la república, que él quiso asaltar en tres ocasiones, con el Frente Popular, obra de él en gran parte y que acabó de destruir la legalidad republicana. Destrucción en la que él participó de modo activo, con manejos ilegales como la revisión de actas, la destitución de Alcalá-Zamora (pese a que esta tuvo mucho de justicia poética) o la liquidación de la independencia judicial; y pasiva por su consentimiento, colaboración de hecho, al sangriento proceso revolucionario en marcha. Estos son hechos indiscutibles y el propio Azaña los deja traslucir bastante bien en sus escritos.
Bajo su brillantez literaria, el pensamiento político azañista es primario y retórico. Por eso identifica al Frente Popular con la república, y habla de esta como de una exclusiva propiedad de la izquierda. Tampoco entiende que en una sociedad compleja la ley y la limitación del poder son claves para mantener la paz social. Él fue uno de los principales responsables de la rotura de todos los frenos y de que "nada nos fuese común a los españoles"... para después, cuando le iba mal la contienda, quejarse de que esta "agravaba los males". La guerra no agravó ningún mal: permitió cortar el proceso revolucionario y mantener la unidad nacional, aunque el coste fuera alto por la resistencia de quienes habían provocado el conflicto. Bajo frases tan hipócritas solo hay una idea: la violencia es mala si perjudica a la izquierda, recomendable en caso contrario.
La misma doblez resalta en su llamamiento a la "paz, piedad, perdón"... cuando su derrota era segura. No se le había ocurrido cuando las izquierdas parecían ganar y masacraban con saña a los "fascistas" o llevaban a cabo aquella "empresa de demoliciones" mediante un verdadero genocidio. Los hagiógrafos de Azaña revelan ignorancia o comparten su hipocresía.