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José García Domínguez

Tres falacias sobre ETA

La gran cuestión, la indiscutida, es que ha de ser ETA quien guste concedernos la gracia de extinguirse. En el bien entendido de que es a ETA –y solo a ETA– a la que corresponde fijar los plazos que marquen el final de su propio tiempo.

Un mito exculpatorio y un par de axiomas apriorísticos. Tres falacias. Apenas nada más. He ahí el trípode de taras morales sobre el que se ha sustentado la pervivencia de ETA a lo largo de los últimos treinta años. Una leyenda romántica que aún habita atrincherada en lo más profundo del inconsciente de la izquierda. Y dos premisas tan fatalistas como erradas. La segunda de ellas, por cierto, presente hoy mismo en la trastienda retórica de todas las declaraciones partidarias a cuenta del último comunicado de los presos. Así, risueño, el señor Rubalcaba habla de "gesto inédito" y de "paso importante". A su vez, Basagoiti, otro que también está esperando a Godot, dice no conformarse "con algo que no sea la disolución".

Léaseles bien entre líneas: la gran cuestión, la indiscutida, es que ha de ser ETA quien guste concedernos la gracia de extinguirse. En el bien entendido de que es a ETA –y solo a ETA– a la que corresponde fijar los plazos que marquen el final de su propio tiempo. Pues, como alguna vez ha enunciado José María Ruiz Soroa, en el fondo, el paradigma dominante considera accesorios los éxitos policiales frente al nacionalismo armado. De ahí ese anhelo recurrente, obsesivo, el de reclamar –"exigir" dicen los más airados– que certifique de modo formal y por escrito el compromiso de deponer las pistolas. Como si fuera imposible, o muy arriscada temeridad, simplemente despreciar cuanto opine o deje de opinar ETA al respecto.

Un prejuicio igual de absurdo, por lo demás, que aquella otra premisa imperante hasta la llegada de Aznar en 1996. A saber, la fantasía entonces tan extendida que quiso presumir imbatible al terrorismo euskaldún. En cuanto al mito, no es otro que el de tener a ETA por última rémora de la dictadura. Una coartada intelectual que, a ojos de buena parte de la izquierda, dotaría de legitimidad de origen a los carniceros vascos. Y una burla que únicamente requirió obviar la generosa amnistía que, allá a inicios de la Transición, abarcaría a la totalidad de los convictos etarras. ¿Por qué entonces nuestra democracia insiste en que ETA la avale rindiéndose? ¿Porque como el propio Ruiz Soroa ha apuntado no está completamente segura de su propia causa? Cualquiera diría que sí.

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