Allá por 1800, Wilhelm von Humboldt – el hermano de Alejandro – consideraba escasa la importancia y la capacidad de influencia en España de la Iglesia católica. Muy poco después, para bien o para mal, su juicio demostró ser no aventurado, sino equivocado de plano. Años más tarde, y con mayor conocimiento de causa porque la historia había seguido avanzando, Th. Gautier asegura con la misma clarividencia: "L’Espagne catholique n’existe plus". Bingo. Por no estirar la lista de quienes afirmaron lo mismo y con idéntico acierto, nos quedaremos con Azaña. Hasta llegar al sabio que más refulge en el decurso del Cosmos todo: Rodríguez. Éste, aunque de momento no ha dirigido una campaña sangrienta contra los católicos como la desarrollada por la República de sus amores, desde su posición en La Moncloa ha pasado casi ocho años agrediendo y ofendiendo a los fieles católicos por vías directas o indirectas (legales, administrativas, políticas y hasta de mera grosería), tratando de conseguir por la vía de los hechos consumados el arrinconamiento y extinción del cristianismo en nuestra patria: desde el matrimonio homosexual hasta azuzar a los perroflautas haciendo la vista gorda cuando escupían a jovencitas en Sol, toda una gama de infamias y mezquindades.
Otro que se luce: millón y medio de peregrinos, más los habitantes de Madrid que hemos asistido a unos u otros actos. Tras ocho años de acoso, insultos y presiones, ha logrado galvanizar y aglutinar – gracias, Rodríguez – sentimientos que estaban dispersos, aunque absolutamente vivos, por debajo de otras preocupaciones, distraídos en corrientes de opinión, modas adversas o simple chabacanería, dados los miserables niveles educativos que nos han regalado la Pesoe y su tropa de pedagogos bobos. No es tan fácil borrar de nuestras almas las raíces de nuestras propias vidas (padres, infancia, moral básica de cristianos, mamada durante muchos años). No soy partidario de argumentar a la defensiva – como se ha hecho – aduciendo que la JMJ tenía reducido coste, o que los ingresos de la hostelería han mejorado o, ni siquiera, que este río de gente en el futuro favorecerá la afluencia turística. No: la razón número uno es que los católicos españoles tienen – tenemos, en la medida que me toca – pleno derecho a reunirse y a manifestar en público su fe, le guste o no al mindundi que vivaquea en La Moncloa.
Por otro lado, España es un país que cuenta poco fuera de sus fronteras (a veces, también dentro, gracias al mentado individuo), del cual – aparte de los campeonatos de fútbol y la losa de nuestra economía, que amenaza con hundir a la UE – casi nadie se acuerda para nada. Y, de repente, cobramos proyección universal y la lengua española emerge por encima de las otras, incluso del inglés, aunque sea por unos días. Y podemos contarnos y enorgullecernos de que gran cantidad de peregrinos no necesita traductores. Y España vuelve a sonar por algo bueno, los visitantes se van como vinieron (sonriendo) y nos queda la sensación de que sabe a poco, de que deseamos que nos sigan refrescando con su presencia, su alegría y su saber estar. "No se vayan", dije bromeando a un grupo de chicas dominicanas que esperaban por un semáforo en una calle sin coches, algo que, seguramente, en su país no hacen (como casi ningún español). Por lo inesperado de la interpelación, sólo contestaron con una risa amistosa y sentí bien remunerado ese pequeño atrevimiento, que a fin de cuentas era lo que me pedía el cuerpo: "atreveos", dijo el Papa.
Y perdonen los lectores si me he puesto sentimental.